Esa cosa rara

Rafael Flores Correa

Hans Holbein pintó «Los Embajadores» en 1553. En el cuadro aparecen dos personajes, Jean de Dinteville, embajador de Francia en Inglaterra, y el diplomático Georges de Selve. Es una obra hecha por encargo y Holbein se esmeró en que ambos señores aparecieran dignos, inteligentes y elegantes. Se encuentran acodados en una repisa que contiene objetos suntuosos que denotan poder, riqueza e intelecto: instrumentos musicales y científicos, joyas, relojes, libros clásicos.

Excelente retrato doble pintado con un realismo riguroso, sin embargo, en la parte baja del cuadro hay un detalle que saca de onda, una forma blanca alargada con manchitas sepia. ¿qué carajos es eso? ¿un error, una vacilada, un misterio? El pintor no dejó dicho nada sobre el detallito, pero el enigma se develó cuando a alguien se le ocurrió mirar la mancha blanca reflejada en el dorso de una cuchara y… ¡zácatelas! en el reflejo apareció un perfecto cráneo humano. Si no la creen, amigos lectores, vayan por una cuchara y hagan la prueba. Quizá no es magia, pero sí un truco genial. Se llama «anamorfosis» y para pintar algo así se necesita ser un chingón en el conocimiento del dibujo, de la perspectiva y de las matemáticas. Y eso era Hans Holbein.

Algunos estudiosos dicen que la razón de incluir ese cráneo escondido tiene jiribilla, es una especie de broma intelectual muy refinada y socarrona. En aquella época, cuando un cuadro incluía una calavera o un esqueleto humano se le llamaba «vanitas», un género pictórico que nos advierte que las riquezas materiales son solo vanidad y que nos vamos a ir de este mundo sin nada, tal como llegamos. A mí me gusta imaginar a Holbein diciéndole a estos dos caballeros: «¿Qué, se sienten muy poderosos y guapos fanfarroneando con sus tesoros? Les tengo una noticia: se van a morir igual que todos y de sus glorias no quedará ni el polvo» Y sí, ni quién recuerde a estos señores, en cambio el cuadro se volvió una celebridad por incluir el truquito maravilloso.

Anamorfosis, en griego, significa «transformación». Se trata de un procedimiento de ilusión óptica que consiste en mirar una imagen que parece arbitraria desde un punto de vista preciso, y desde ahí y solo desde ahí, la imagen se ve coherente, clara y bien proporcionada. También se puede mirar el efecto en una superficie curva como un tubo metálico o una cuchara. En el caso de «Los Embajadores» podemos ver la magia usando la cucharita o bien mirando el cuadro sesgadamente, desde arriba y del lado derecho.

En realidad, Holbein no es el inventor del dichoso procedimiento, años antes ya lo había mostrado Leonardo da Vinci (¡tenía que ser Leonardo!) en el Codex Adanti y había sido descrito por Jean Francois Nicerón en su libro «La perspectiva curiosa» y por Piero de la Francesca en sus textos sobre la perspectiva, pero Holbein es el primero en ponerlo en práctica con una destreza impecable. Ya después del siglo XVI, muchos pintores han intentado el truco con mayor o menor fortuna, más aún, en la actualidad y gracias a la fotografía y los medios digitales, las imágenes anamórficas son frecuentes en el diseño gráfico, en el cine, en la escenografía, en los murales urbanos, incluso forman parte de nuestra vida cotidiana. Un ejemplo sencillo son las letras y señales viales que se pintan en el pavimento de las calles: son muy alargadas para que el conductor, desde su auto, vea la señal en su proporción correcta.

El cráneo escondido en «Los Embajadores» es un alarde técnico apantallador, pero más allá de eso, lo mejor está en el sentido original de la anamorfosis, la transformación. La cosa rara se transforma realmente y además se transforma la relación dialéctica del pintor con sus espectadores; el cuadro exige el diálogo, nos hace participar actvamente en un delicioso juego visual.

La sorpresa que sentimos al mirar por primera vez ese cráneo escondido nos lleva a otro mundo, a otra realidad que no podemos negar. Al menos nos muestra que la realidad es relativa y depende del punto de vista en que se le mire. De pasadita, Holbein también nos recuerda que cualquier pintura es solo una ilusión. Una hermosa ilusión.


Rafael Flores Correa

Nació de Taximaroa, Michoacán, lugar mejor conocido como Ciudad Hidalgo, Rafael Flores Correa es un pintor y escritor que ya tiene sus añitos, pero con una juventud interior que cada día lo anima a crear más y más. Estudió la Licenciatura en Artes Visuales en la Academia de San Carlos de la UNAM, le dieron clases artistas como Alfredo Zalce, Santiago Rebolledo e Ismael Guardado. Su obra se ha expuesto en Michoacán, Querétaro, Ciudad de México, Medellín entre otros lugares.

Además, Rafa Flores, como le dicen sus amigos, ganó el Premio Estatal de las Artes Eréndira en 2021.

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