Inteligencia artificial

Rafael Flores

Hace pocas semanas un diseñador estadounidense llamado Jason Allen ganó un concurso de pintura en la Feria Estatal de Colorado usando Midjorney, un programa de inteligencia artificial capaz de crear imágenes realistas a través de las instrucciones de texto que se ingresen al sistema. La obra ganadora, «Teatro de ópera espacial» muestra un escenario donde deambulan unas estilizadas damas y al fondo se abre una gran ventana circular por donde se puede ver un paisaje cósmico.

Cuando se dio a conocer el resultado del concurso, los pintores participantes reclamaron de inmediato, alegando que era trampa usar una computadora para crear una pintura. El caso trascendió rapidito a las redes sociales y algunos opinadores enfurecidos exigieron a Jason que devolviera su premio. Otros consideraron que era legítimo usar cualquier herramienta y, que además, la convocatoria no mencionaba lo contrario. Total, se desató la polémica con opiniones totalmente encontradas, sin mucho fundamento pero bien ardidas. Lo normal de las redes, pues.

Ese divertido evento nos deja algunas inquietudes para reflexionar: ¿puede hacer arte una máquina? ¿en el futuro serán obsoletos los pintores? ¿el artista se puede adjudicar la autoría de una obra hecha con herramientas digitales? ¿la tecnología nos llevará a la muerte del arte?

Cada quién tendrá su manera de valorar el asunto y abundarán los puntos de vista. Yo, si me permiten, opino que está bien el uso de la tecnolgía y que también me parece un falso debate. Los medios digitales solo son una herramienta. La controversia debería estar centrada en los valores estéticos, en el sentido del arte.

Un sistema de inteligencia artificial puede generar grandes cantidades de combinaciones, se abrevian procesos técnicos, se juega con lo aleatorio, incluso ya son indispensables en el diseño gráfico. Sin embargo, todo depende de la persona que maneje la máquina, de las instrucciones que se le inserten y luego, de las decisiones para elegir imágenes y componer algo coherente con ellas o, en el mejor de los casos, algo bello. Quien maneja esta herramienta parte de un impulso, un deseo, una idea creativa y la tecnología está a su servicio. Un robot, por sí solo, no puede producir arte. Se requiere de un creador que imponga su visión, que exprese sus vivencias, apele a sus emociones y que tenga conocimientos estéticos y los sepa aplicar. A fin de cuentas, lo mismo que se requiere para hacer una pintura tradicional.

Cuando se inventó la fotografía decretaron la muerte de la pintura porque ya había imágenes más fieles de la realidad; cuando se inventó el cine dijeron que la fotografía era obsoleta, porque ya existían imágenes en movimiento;. Actualmente se ha decretado la muerte de los libros en papel, puesto que casi todo lo leemos frente a una pantalla, como lo estamos haciendo ahorita. Pero no. La pintura no murió, ni la fotografía ni el cine ni los libros en papel. Todos estos medios gozan de cabal salud, conviven sin bronca alguna y ninguno desplaza a otro. Todo cambia pero lo ganado permanece. Se puede pintar con un carbón, como lo hacían los hombres de las cavernas o con una sofisticada computadora. Eso es lo chingón del arte: todo vale y es posible. Vivimos en un tiempo donde la mesa está puesta con un variadísimo buffet de técnicas y herramientas, ninguna despreciable.

El cuadro de Jason Allen no es la gran cosa. Una imágen que pretende apantallarnos con un teatro celestial, con divas elegantes, quizá extraterrestres. Está bien cualquier tema, pero no emociona, no convence su visión buena vibra del infinito cósmico. Digo, para ser ganador de un concurso de arte, le faltó fibra, el impulso creativo real, el colmillo técnico. El bato usó la inteligencia artificial, muy bien; un aplauso para la máquina, pero Jason se quedó corto.

Si le quitan el premio, que no sea por usar la tecnología, sino por hacer un trabajo tan chafa.

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