La fila: crónica de una vacuna anunciada

Caliche Caroma

El 14 de julio de dos mil veintiuno, a las 8 de la mañana, la fila para la vacuna contra la enfermedad Covid-19 rodeaba la Ciudad Universitaria de la capital michoacana, parecía que iba a llover y los vendedores de paraguas voceaban los modelos varios, de a cien y de a ciento veinte. La chaviza asistía a uno de los eventos culturales (y de salud) más importantes del joven siglo XXI. La población moreliana de 30 a 39 años se reunió muy temprano para recibir la inoculación, la esperanza generalizada es que en algo ayudará en la guerra contra el maligno SARS-CoV-2 (¡y sus mutaciones!), virus responsable de una pandemia que ya va para dos años de duración y que ha sido la causa, directa o indirecta, de millones de muertes en todo el mundo.  

Los decididos adultos jóvenes exponían su humanidad, pero no por la vacuna, se trataba de la posibilidad de ser atropellado por los carros que pasaban a un lado de sus existencias, muy cerquita, casi rozando. Además, el mar de gente representó un obstáculo para vecinos de las colonias circundantes a CU, de 6 de la mañana a 3-4 de la tarde un desfile de caras, flatulencias y miradas de desprecio, varios días de basura por aquí, basura por allá, historias de FB e Instagram lo confirman. ¿Por qué no prestó la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH) sus instalaciones completas para esta jornada? Nadie sabe, nadie supo.

La inyección intramuscular se aplicó en el brazo izquierdo, el evento político sanitario tuvo lugar a la altura de los edificios M1 y M2, entrada por avenida Universidad. Conforme se acercaban a la puerta de acceso, la línea para hacer la última fila se convertía en tres filas más, para que, una vez adentro, regresara a la monofila. Los automovilistas desesperados sonaban sus cláxones, motocicletas estacionadas para estorbar lo más que se pudiera impedían el desplazamiento de peatones distraídos. Bien se pudo atravesar y dar giros por los edificios de CU, si la UMSNH hubiera prestado las instalaciones completas y no nada más un cachito, pero el hubiera nada más existe en esta crónica. Algo de sombra había, a pesar de que estuvo nublado hasta pasadas las once de la mañana, luego el sol dio duro y los paraguas modelos varios se vendieron bien. En fin, son cosas que pasan en un proceso de coordinación de miles y miles de personas, no es fácil, y lo cierto es que los contratiempos fueron mínimos: “Joven, ¿joven?, ¡joven!, pónganse bien su cubrebocas”.  

Unas hileras paralelas se confundían con aquella que conducía a la codiciada AstraZeneca, eran las colas para adquirir los deliciosos tamales: de chile, los verdes de pollo, rojos de puerco, rajas con queso y de dulce; atolito de canela, cajeta, tamarindo, galleta… “Lapiceros, cinco pesos su lapicero”, las cédulas de vacunación debían llenarse con el lote y marca de la dosis aplicada, para este miércoles narrado tocó el número 77491: “Ya te equivocaste, Juan, te van a regañar porque está todo tachoneado, eres bien tocho”. Las aguas se vendieron a diez pesos, los cafés fueron salvavidas de muchos, la gasolina de esta (de)generación. “¿Duele”, la pregunta obligada a los que iban saliendo, algunos todavía presionando el algodón contra su brazo, quizá por una hemofilia o sólo por presumir sus músculos. 

Los treintañeros no iban solos, los acompañaban otros congéneres, amigos o parientes que se animaron a ponerse la vacuna de una vez, para qué esperar a enfermarse, hospital y todo el paquete. También estaban ahí las mamás y los papás, qué tal si le da el patatús al chamaco («ya córralo de la casa, señora»). Otros llevaron a sus hijos o a sus mascotas, pero los que más llamaban la atención fueron aquellos que traían un banco, de plástico, madera u otro material, lo cargaron durante todo el trayecto, aunque no se sentaron mucho en estos artefactos pues la fila avanzaba constantemente, de hecho, a la entrada de la última espera, en el sitio del pinchazo, había un cementerio de banquitos, abandonados por sus dueños, mudos testigos de un espectáculo médico al que no fueron invitados.

Alrededor de las dos de la tarde les anunciaron a los que se encontraban más allá del DIF de Villa Universidad, en la calle Dinamarca, que las dosis se habían terminado, suerte para la otra y buenas tardes; señoras y señores, esta misa ha terminado. La rechifla comenzó, “¿cuántos más, ELMO?”, “¡son chingaderas, pedí permiso en el trabajo y ya mañana no me van a creer!” y cosas por el estilo rijoso. Sin embargo, ¿qué esperaban esos que llegaron a formarse hasta después del mediodía? ¿Petróleo? Si bien la vacunación comenzó a las ocho y media de la mañana, casi nueve con retraso, no estaba prohibido llegar desde antes, incluso acampar. Falta de veteranía, inexpertos de la espera, de las largas colas que hacían los antepasados mexicanos cuando iban por la leche de la Conasupo, hoy Liconsa, o esas largas líneas que se hacen afuera de la Basílica de la Virgen de Guadalupe el doce de diciembre. Sin duda, le hace falta barrio a esta generación de treintañeros, pero no todo está perdido, aún quedan muchas filas en sus vidas.  

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