Lipovetsky paradójico

David Ramos Castro

Existen en la actualidad dos corrientes diferentes a la hora de interpretar el devenir de las sociedades capitalistas. Una destaca los estragos ocasionados por un modo de vida centrado exclusivamente en el consumo de productos y en las desigualdades crecientes derivadas de una radical economía de mercado. La otra, por su parte, tiende a convertir el examen crítico del legado liberal en un elogio más o menos soterrado de su ideología mercantilista, amparándose principalmente en la defensa de las libertades individuales y en el fracaso histórico de los países social-comunistas. Las visiones radicales de ambas tendencias parecen condenadas a discurrir entre tropiezos, aunque sin tropezarse, pues ni muchos de los primeros suelen revisar los planteamientos doctrinarios que arrancan con Marx, ni casi ninguno de los segundos acepta las críticas sobre los límites de sus ideas dogmáticas de libertad y de mercado.

Gilles Lipovetsky, autor bien conocido por los lectores mexicanos, pretende encontrar una vía intermedia en sus análisis sociológicos sobre el nuevo capitalismo. En una conferencia pronunciada en Madrid hace unas semanas y patrocinada por dos instrituciones privadas (la Fundación Telefónica y el Instituto de Empresa), el autor francés analizó la ligereza, cualidad a la que ha dedicado parte de sus análisis sobre el devenir estético de las mercancías en la actualidad. Para Lipovetsky, algunas de las características más importantes de los tiempos que él mismo define como hipermodernos pasan por una noción de vida ligera, la cual, según él, queda refrendada por las prácticas actuales del cuerpo y de las emociones, así como por las formas aparentemente desmaterializadas de las tecnologías de la comunicación.

En el terreno de los bienes de consumo, sostiene Lipovetsky, todo se adelgaza, todo pierde solidez y tiende al reclamo de una levedad gozosa que, para él, cosntituye un ingrediente esencial de cualquier vida humana. La existencia no puede estar únicamente tallada en dura y fría piedra, sino que también debe dar cabida en ella a las formas frágiles y ligeras del cristal. En esa doble cualidad de lo frágil y lo ligero surge lo propio de una hipermodernidad cuya promesa constante de felicidad acaba produciendo una sociedad de resultados paradójicos: fascinada por la agilidad y la levedad de sus placeres de consumo, pero, al mismo tiempo, perdida en el vertiginoso vacío que crea su modo de organización vital.

Muchas de las observaciones que realiza Lipovetsky resultan sugerentes, pero sólo en el contexto de la modernidad occidental, la cual ha entronizado la noción de un individuo racional pendiente en todo momento del cálculo egoísta de sus riquezas, de sus sensaciones y de sus placeres. Nada en su análisis, sin embargo, se interesa por la densidad antropológica que nace del testimonio histórico de otras culturas. Tampoco informa acerca de los matices inscritos en la actividad real de los individuos, cuyas existencias nunca se manifiestan en ese desnudo acto calculador propuesto por el individuo abstracto del liberalismo. Pareciera como si Lipovetsky ignorase expresamente toda esa parte del mundo que no pertenece a occidente ni se interesase por reflexionar sobre formas alternativas al racionalismo, la tecnocienciencia y la competitividad extrema. Asimismo, no ahonda prácticamente nada en aquellos grupos humanos que, insertos en la vorágine neoliberal, no experimentan las caricias ligeras del consumo, sino las pesadas consecuencias de la desigualdad, la precariedad y la desesperación.

La propuesta general de Lipovetsky yerra, pues, en su intento de lograr una tercera vía, capaz de conjugar el hedonismo y una construcción suficientemente sólida de los lazos sociales. Su respuesta a la paradoja de las sociedades capitalistas, consistente en una vuelta al arte y al artista como modelos mixtos de rigor y placer, resulta sorprendentemente ingenua en una época en la que el mercado del arte y el etiquetado de artistas se adaptan perfectamente a la organización del marketing de los productos capitalistas. La cuestión de cómo recuperar esa antigua autoridad del saber hacer es algo que Lipovetsky, involucrado como está en la fascinación por la producción de objetos de consumo, no logra aclarar. En su lugar, se conforma con ese tímido gesto de nostalgia, que no puede satisfacer más que a un público ocioso en busca, simplemente, de alguna actividad cultural que llevarse a la boca en el transcurso de una tarde cualquiera.         

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