Mirar de frente a la Gorgona, comprender el horror y salvar la esperanza

David Ramos Castro

Conversando con Rossana Reguillo

Rossana Reguillo (Guadalajara, México, 1955) ha recorrido un largo camino intentando comprender su tiempo y la historia reciente de su país, para lo cual ha investigado temas relacionados con la violencia, la juventud o la construcción de las subjetividades en entornos urbanos y digitales. Aunque el trayecto no ha sido fácil ni ha estado exento de riesgos personales, ha dejado una copiosa cosecha de más de un centenar de artículos, así como varios libros publicados. Hemos conversado a propósito de su vida intelectual, su laboratorio de investigación (Signa_Lab) y su última obra, Necromáquina. Cuando morir no es suficiente. En 2023, participará en el XVI Congreso Internacional de Antropología, organizado por la Asociación de Antropología del Estado Español (ASAEE), que se celebrará entre los días 6 y 8 de septiembre en la ciudad de A Coruña.  

Las varias vidas de una antropóloga

Rossana se licenció en Comunicación con una investigación sobre las consecuencias del terremoto de México de 1985, algo que la hizo entrar en contacto con varias comunidades de Ciudad Guzmán, en donde «los efectos del sismo fueron igual de devastadores que en la capital, aunque nunca alcanzó notoriedad y visibilidad mediática». Asimismo, obtuvo una maestría, también en Comunicación, que la puso por primera vez en contacto con los llamados «chavos-banda», integrantes de las bandas juveniles en los barrios. «Fue un tiempo muy duro –recuerda la autora–, con mucha violencia prenarco», del que sin embargo salió su primer libro, En la calle otra vez. Las bandas: identidad urbana y usos de la comunicación. Poco después, comenzó un doctorado en Ciencias Sociales, con especialidad en Antropología Social, que la llevaría a analizar las explosiones de gasolina ocurridas en el alcantarillado de la ciudad de Guadalajara en 1992, las cuales dejaron tras de sí centenares de víctimas y un cruce de acusaciones entre miembros del estado y PEMEX. «Me sorprendía  –comenta– que la gente que era profundamente valiente en la calle, cuando aparecía un funcionario público, se doblegaba. Había en ello algo de miedo y una lógica sobre el poder». 

Rossana empezó entonces a hacerse preguntas acerca de la construcción social del miedo y a realizar un arduo trabajo de campo que la llevó de Guadalajara a Medellín, La Plata y San Juan de Puerto Rico. Fue una pesquisa en la que, como ella misma relata, aplicó «muchísima imaginación metodológica, trabajando a fondo los imaginarios con la gente. Es algo –continúa explicando– que me reconcilia mucho con la etnografía creativa, que no consiste simplemente en registrar los discursos, las hablas, las prácticas de los actores, sino en entender situacionalmente el contexto en el que la gente está». Uno de los resultados del estudio mostró que la percepción de la ciudad que tenía la gente empequeñecía las zonas que consideraba seguras, mientras que agrandaba las que veía como peligrosas. «Ahí me di cuenta –añade– cómo se tocaban los imaginarios de las clases dominantes y de las más pobres; sus miedos eran bien parecidos: lo pobre no te hace democrático». 

Sin embargo, en septiembre de 2001, los ataques a las Torres Gemelas de Nueva York, que cambiaron nuestras vidas por completo, alteraron también los interrogantes de la investigadora. «En aquel momento se me instaló una pregunta política y comprendí que aquel que sabe explotar los miedos también sabe explotar la esperanza. Es lo que hemos visto recientemente con casos como los de Bolsonaro o Trump». Pero la violencia seguía siendo una cuestión pendiente que traía consigo la antropóloga desde su trabajo con los chavos-banda en los años 90. «A partir de 1982 –asegura Rossana–, los datos habían empezado a cambiar, cuando las principales víctimas y victimarios eran jóvenes menores de veinticuatro años. Es el momento en que se van acelerando las violencias y el narcotráfico empieza a reclutar cada vez a más jóvenes. A mí no sólo me interesaba entender a las víctimas, sino a los victimarios; cómo se configuran esas biografías rotas por tanta brutalidad». 

El jardín de los temas que se trifurcan

En la obra de Rossana Reguillo reconocemos tres grandes temas, como ella misma manifiesta: «El primero tiene que ver con las políticas de la mirada y los regímenes de visibilidad. Me interesa cómo se construye la mirada sobre el otro, para tener una comprensión más nítida de los procesos de dominación y resistencia. El segundo es el de la mirada sobre la violencia y lo atroz, y el último es el de la mirada sobre las culturas digitales». Pero ¿cómo se comunican estos tres ámbitos entre sí? «Creo que en torno a la pregunta por el poder –afirma–. Siempre me ha interesado desvelar cómo opera el poder, quitándole ese halo de incomprensión que puede tener a veces. La configuración de la mirada tiene que ver con eso, al igual que la violencia, que se relaciona con los poderes no solamente estatales, sino supraestatales». 

En cuanto a las redes sociales, la antropóloga las aborda por medio del laboratorio de análisis que ella misma fundó y que hoy aún coordina, Signa_Lab, un grupo que ha logrado «sacar el estudio de las culturas digitales de su dimensión más técnica para hacerle preguntas al dato que tienen que ver con preguntas antropológicas». En este sentido, ¿empobrecen hoy dichas redes nuestra visión del mundo o, por el contrario, favorecen una actitud más reflexiva? «Me encantaría contestarte desde mi yo optimista –admite Rossana–, pues he sido una gran defensora de las posibilidades que representaba la web 2.0, internet y las plataformas, pero lamentablemente avanzamos hacia formas que han exacerbado la violencia, el odio, la descalificación y la simplificación. No han dominado por completo el panorama, pero sí creo que se han convertido hoy en algo que podríamos pensar en términos de mónadas. La polarización, que ya existía, cobra renovado espíritu en las redes sociales. Estamos en un momento muy complicado».

Signa-Lab: un laboratorio para el presente y una historia del pasado

«Cómo se configuran las culturas digitales y qué transformaciones se han producido en el sensorium a través de las tecnoreconfiguraciones de la sociedad» son las preguntas fundamentales de Signa_Lab a las que alude Rossana Reguillo en nuestra plática. A partir de ellas, el laboratorio elabora diversos análisis, que si bien se centran principalmente en el de redes sociales, poniendo un énfasis particular en Twitter, incluyen también otras líneas de investigación, como son la socioantropología de las emociones o la tecnopolítica. «Es muy gratificante ver el impacto que ha tenido el trabajo del laboratorio», reconoce la investigadora. Sin embargo, Signa_Lab había nacido de una historia personal que mixturaba el deseo de entender las transformaciones del mundo actual con un traumático caso de amenazas personales sufridas por la académica en 2015. 

Cuatro años antes, la antropóloga había podido hacer observación etnográfica en las manifestaciones de Occupy Wall Street en Zucotti Park. «Cuando iba, me sorprendía al ver a los “minotauros”, aquellos jóvenes que hacían de la computadora una extensión de sus propios cuerpos», me cuenta Rossana, a quien tales jóvenes le parecían «unos fascinantes jinetes de lo digital». Para entender aquel extraño mundo en ciernes, empezó a estudiar y a ponerse en contacto con distintos activistas, como Javier Toret y el entorno de Tecnopólitica, con la gente de Ocupa Wall Street o con la de Pase Libre en Brasil. Pero, de pronto, llegaron las amenazas.

El detonante fue la marcha de acción global a raíz de la matanza ocurrida en Ayotzinapa, donde 43 estudiantes fueron torturados y ejecutados despiadadamente. «Hasta diez veces al día –recuerda Rossana–, me mandaban fotos de cuerpos quemados y me decían que iban a quemar a mis hijos». Aunque esto hizo que la antropóloga ingresara en el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y de Periodistas, el resultado del juicio, que demoró años, concluyó con la fiscalía admitiendo que no podía hacer nada porque no entendía cómo funcionaban las amenazas en Twitter. «Entonces, yo dije: “ustedes no van a entender; yo sí”». Después de ponerse en contacto con ingenieros de su universidad, Rossana formó un equipo interdisciplinario y envió a concurso el proyecto en una convocatoria del ITESO. Gracias a la financiación que obtuvo, Signa_ Lab se convirtió en un laboratorio con personal y presupuesto propio. 

De la necromáquina a la contramáquina

Sea como fuere, aquella nefanda vivencia de la antropóloga no dejaba de reincidir en la experiencia que llevaba decenios atestiguando en sus pesquisas. Su último libro, Necromáquina, ofrecía una interpretación integral al respecto, pues las mutaciones de una violencia descontrolada, devenida en «horrorismo» –término acuñado por la filósofa Adriana Cavarero, a quien Rossana cita en su obra–, traslucían un cambio global, pues a pesar de que «el libro esté pensado desde México –aclara la autora–, la idea es que permita entender otros fenómenos, como las migraciones africanas o el avance de la ultraderecha en Europa. Estamos frente a una máquina de muerte instalada no solamente en México, como trato de explicar». Antes de la «necromáquina», concepto cercano al de «necropolítica», utilizado por el pensador camerunés Achille Mbembé, la antropóloga había hablado ya de «narcomáquina». ¿Cuáles eran las semejanzas y diferencias entre ambas nociones? «En el 2006 y el 2007 –me explica–, cuando empiezo a mirar cómo operan los diferentes grupos del crimen organizado en el país, acuño un primer término, la “paralegalidad”, que me va a permitir entender esa zona gris, que no es lo legal ni lo ilegal, sino un tercer espacio. Me percato de que hay una articulación entre tres poderes, el poder político, el delincuencial y el económico, que trabajan en la producción de esa violencia que transita entre lo utilitario y lo expresivo. A eso lo llamo narcomáquina, que mata y ejecuta para acumular ganancia». 

Pero la masacre contra los estudiantes de Ayotzinapa en 2014, así como otros brutales asesinatos ocurridos en el país, «hablaban de que ya no era suficiente entender esta triple articulación entre lo político, lo económico y lo delincuencial, sino que estábamos frente a una máquina de muerte para la que la vida había dejado de tener valor. Así como la narcomáquina acumulaba ganancia, la necromáquina acumula poder. Hoy lo vemos claramente en México, donde esa necromáquina pone y quita gobernadores, asesina alcaldes, diputados. Estamos en un momento histórico, de quiebre de cualquier pacto civilizatorio. El pacto está roto y, en los desgarros que deja, es donde actúa la necromáquina con todo su poder». Aquella desgarradura social a la que se refería la autora me hizo recordar las manifestaciones por el feminicidio de Jessica González Villaseñor, la joven educadora  michoacana que fue violada y asesinada cobardemente en Morelia en septiembre de 2020. En aquellos días, mientras yo mismo era testigo del desarrollo de las airadas protestas callejeras, había descubierto una placa en la capital michoacana que rezaba: «En las calles y en los muros, el pueblo hace y escribe la historia de su ciudad». ¿No era por tanto comprensible que aquella rabia social aflorase como el síntoma de una larga enfermedad? «No lo había pensado –reflexiona Rossana–, pero, fíjate que, ahorita, al oírte, pienso que quizás nuestro problema no está en la imposibilidad de hacer un duelo, porque estamos en el dolor permanente, sino en que ese malestar no esté brotando a nivel de la calle, salvo en casos contados, como la madres buscadoras o los feminismos. Veo mucha parálisis de los movimientos sociales, y entonces esa gangrena brota de la peor manera posible, no como malestar, sino como violencia. Tu comentario me lleva a pensar en cuáles son los canales del cuerpo nacional para liberarnos de este cáncer. Está todo enquistado: es una cosa horrible». 

Necromáquina es, sin duda, un libro descarnado que habla de «atmósferas del miedo» y de «tres muertes» distintas: la del suplicio, la del óbito y la mediática; pero también es una obra comprometida con la lucha por resistir y restituir la dignidad de las víctimas. Esto último es algo que se puede lograr de muchas maneras; por ejemplo, nombrándolas con el fin de reconocer la singularidad de cada una, pues «contar muertos es una estrategia que apunta hacia el suceso sin comprometerse», como escribe Rossana en una de las páginas del libro. Resulta una lucha similar a la que algunos periódicos intentaron librar en el peor momento de la pandemia de covid-19 para contrarrestar el recuento diario de muertos realizado por ciertos gobiernos y medios. Frente a aquellas estadísticas, tan gélidas como la muerte de la que informaban, o delante del rapto de los cuerpos enfermos que desaparecían para reaparecer después convertidos en cenizas, cabe que nos preguntemos hoy por la relación que pueda tener la «necromáquina» con las respuestas políticas que se han dado a la pandemia. «Sí creo que la idea de necromáquina puede vincularse de manera muy clara con la gestión de la pandemia –sostiene Rossana–. Lo que vimos en muchos gobiernos fue un genocidio; de hecho, me gusta mucho tu idea del “rapto de los cuerpos” porque me parece que es muy poderosa».

Algo similar sucede con el frívolo abordaje que se ha dado a la amenaza atómico-nuclear a partir de la guerra desatada entre Rusia y Ucrania. De hecho, la autora considera que «podemos pensar en Putin como un despliegue de la necromáquina». Pero ¿qué permite que esta máquina de horror y destrucción crezca y se ramifique? Ante esta pregunta, la antropóloga concluye: «Creo que el presente que vivimos es el otoño del pacto social que nos dimos en la Modernidad. El debilitamiento de ese pacto ha producido el poder de la necromáquina, que es el de hacer morir, y que no solamente está en el crimen organizado, sino en la brutal industria extractivista que tenemos». 

Con todo y esto, no cabe renunciar a comprender los fenómenos que nos acechan y nos acaban, pues comprender no es perdonar; ni ignorar, demostrar virtud alguna. Hoy necesitamos saber más que nunca lo que nos ocurre para contrarrestar, así, y entre otras cosas, los excesos estadísticos que acaban por convertir todo éxtasis o sufrimiento en un recuento abismado, ya que mientras un solo ser humano opte por el bien y la decencia, aun cuando las estadísticas arrojen promedios contrarios, el bien y la decencia no habrán muerto del todo ni la necromáquina imperará sin una contramáquina que la combata. Nos urge, pues, mirar de frente a la Gorgona para demostrar que podemos encarar el horror sin dejar por ello que nuestro corazón se convierta en piedra. 

Imagen de portada: Wendy Rufino





David Ramos Castro

Antropólogo, escritor y poeta. Es Doctor en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid. Sus escritos se centran en el análisis simbólico del capitalismo a través de temas que incluyen los regímenes de visibilidad, el cuerpo o la incidencia social de la tecnociencia y el transhumanismo.

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