Degradación política y manipulación cultural: dos riesgos para la democracia

David Ramos Castro

Las elecciones se acercan en España y la demoscopia se recrudece. Llevamos semanas asistiendo a un baile diario de cifras que claramente buscan influir en los electores. Una manipulación sutil que utiliza los sondeos para modificar los resultados, buscando lo que la politóloga Elisabeth Noelle-Neumann llamó la «espiral del silencio», esto es, hacer que la intuición sobre lo que haga la mayoría consiga que unos se inhiban en su elección, dando ya la batalla electoral por perdida, y que otros se desinhiban, saboreando desde ahora las mieles de la victoria. Y en medio de esta mascarada, la política prosigue con su tónica habitual: la de ofertarse como un producto más de prêt-à-porter; otra mercancía de raudo consumo y veloz desecho, en cuya producción todo vale con tal de ganar más cuotas de mercado. Como decía, las elecciones se acercan y, mientras, la política se degrada. 

El primer debate electoral emitido hace una semana por un canal privado español ilustra este declive. Confinado en las estrecheces de un pobre espectáculo agonístico, el país quedaba apenas bosquejado en un esquema que excluyó de la discusión asuntos como la educación, la cultura o la perspectiva histórica. Ni un candidato parece, de hecho, ser capaz de alejarse más de veinte años de su presente para demostrar que sabe algo de la historia de su país. Todo ha de ser actual y encaminarse a responder una única pregunta: «¿quién ganó el debate?». Una duda destinada en principio a los audímetros y a los asesores políticos, acaba condicionando la percepción de los ciudadanos. Luego del debate, apagaremos el televisor, soltaremos un último rugido antes de dormir, y eso será todo. Que los políticos se entreguen a los spin doctors cuestiona que puedan representar a un país quienes ya ni siquiera se representan a sí mismos; pero que la opinión pública se adormezca con la «solvente» agresividad de un candidato, y no se desvele con sus falsedades o con la desaparición de las discusiones educativas, culturales e históricas del debate público, lo que pone en duda es la salud misma de la democracia.    

La mercantilización de la política no es nada nuevo. El libro de Joe McGinniss sobre Richard Nixon, The Selling of the President, publicado en 1968, así lo demuestra. Pero aunque su rumbo siga la ruta trazada por la comunicación desde los años 60 y 70, el ecosistema mediático en el que se desarrolla ahora ha cambiado. Una señal del cambio la encontramos en la intensificación de la visibilidad de los últimos años. Los individuos se ven cada vez más urgidos a actualizar sin cesar su presencia mediática si quieren, en cierta medida, existir socialmente. Por un lado, el neoliberalismo impone la adaptación como condición para sobrevivir en un entorno de cambios constantes, algo que reduce la vida común al dictado de los expertos y el control de las personas; por el otro, la visibilidad hace su parte ajustando el reconocimiento social a ese ritmo de mudanzas. Mientras, en el proceso, lo visible incorpora toda la agresividad, rapidez y aceleración que produce un contexto tan lábil como inestable. Lo sólido vuelve a disolverse en el aire, pero esta vez el aire es una falsa nube de conexiones y algoritmos, y la única revolución propuesta es la de una neocibernética social que nos borra después de expoliar nuestros datos.       

Esta nueva configuración de la visibilidad no sólo produce a diario una delirante cantidad de contenidos (apenas los snaps de la usuaria de Snapchat Alyssa McKay fueron vistos por 13 billones de personas en 2022), sino que también pone a circular nuevas opciones de manipulación tecnológica que aumentan la confusión y la apatía. La digitalización y sus redes han polarizado el ambiente, subido el volumen del ruido y hecho de la rivalidad una peligrosa fuente de entropía social. Tal y como muestra la obra del escritor Christian Salmon, hemos pasado del storytelling publicitario a un clima de enfrentamiento ubicuo y crónico. Las amenazas públicas que ciertos «paramercenarios» del desalojo vierten en España en estos días, utilizando para ello las redes sociales y la cobertura de medios e instituciones, son un engendro de ese clima abisal de la inteligencia que nos enfrenta a una corrupción sociocultural realmente preocupante. 

El uso y abuso de las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) por parte de la administración del expresidente Donald Trump demostraron el peligro que entraña para la democracia la manipulación gubernamental de tales medios. Dada su facilidad para favorecer la desinformación y la radicalización, se convierten en el arma predilecta de una nueva «estetización de la política» (Walter Benjamin). Ahora, esos mismos recursos se utilizan en España o Francia para crear una falsa crisis de la ocupación ilegal de la vivienda o para utilizar el asesinato de un joven de 17 años, Nahel, a manos de un policía, como pretexto para fomentar el «complotismo» de la ultraderecha gala y su teoría del Grand remplacement (la supuesta sustitución de franceses «auténticos» de cultura cristiana por una oleada de franceses «inauténticos» de confesión musulmana). El objetivo siempre es el mismo: provocar miedo, agitación y caos. La coartada, también: oponer una pretendida «pureza» cultural a una sociedad «contaminada». 

La noción de guerra cultural del sociólogo norteamericano James Davison Hunter parece recobrar sentido en un panorama como éste, pero antes sería oportuno aclarar que aquello que los sectores sociales más reaccionarios defienden como cultura no es sino el  resultado de una falsificación ideológica: la suya. Nada nos es más extraño a algunos antropólogos que esa mezcla de certezas identitarias y pintoresquismo folclorista que suelen presentar tales sectores como prueba de pertenencia grupal. El que sea precisamente esa versión la que cale en un creciente número de personas debería alertarnos sobre las consecuencias que tiene el desmantelamiento educativo de las democracias liberales y sobre cómo la morbosa ignorancia que sale de ellas está destruyendo nuestra vitalidad. Quien delega su pensamiento, cae más fácilmente en el embeleco de considerar lo propio como lo mejor o de justificar la diferencia social como la causa «natural» de un apartheid cultural. 

Ese extraño idilio entre el relativismo y la segregación llevó al antropólogo Adam Kuper a desconfiar de la misma idea de cultura. Su libro Cultura. La versión de los antropólogos (Paidós, 2001) desmenuza su relación histórica con el concepto de civilización y con la pesquisa antropológica. Allí habla también de multiculturalismo, una constante obsesión para los conservadores, a quienes «la celebración de la diferencia –dice Kuper– socava los valores comunes y amenaza la coherencia nacional». Pero si los estados nacionales decimonónicos basaban su política en la soberanía nacional, también dominaban a las poblaciones locales por medio de la violencia. La síntesis a través de la cual los elogios a la nación sirvieron para esconder las injusticias cometidas en su nombre contra grupos e individuos cuestiona la legitimidad sin tacha de la unidad nacional. Ahora bien, y aunque nos cueste reconocerlo, la eclosión tardía en el siglo XX de una rígida concepción de identidad cultural ligada a las luchas comunitarias, nos hace preguntarnos si no estaremos ahora ante otra restrictiva versión de lo que el fenómeno cultural puede dar de sí.

Los antropólogos sociales desarrollaron pronto la noción de «unidad cultural», gracias a los trabajos pioneros de Franz Boas o Bronislaw Malinowski, pero fueron ellos quienes también se encargaron luego de cuestionarla. Era una idea que enriquecía nuestra mirada, al llevarnos a analizar cada sociedad en el conjunto de sus relaciones internas, pero que asimismo tendía a despojarla de tiempo, contradiciendo así la existencia real de los grupos humanos, ajenos a semejante inmovilidad. El colonialismo occidental, la guerra o la mundialización del mercado capitalista, con su taimado juego de liberalización y servidumbre, hacen que dicha exclusión histórica sea aún más absurda en el presente. No hay unidades culturales que puedan explicarse aisladamente ni a partir de un conjunto selectivo de objetos y rasgos dizque identitarios. Quienes enarbolan en estos tiempos esa clase de banderas, están impulsando peligrosas falsedades, como la de identidad nacional, y encubriendo mucha mugre y sangre bajo su tela. Autores como Benedict Anderson, Roger Bartra, Julio Caro Baroja, y tantos otros, han denunciado esa forma ramplona de identificar la nación con la cultura; y la cultura, con una unidad discreta de sentido único. 

Como antropólogo, prefiero hablar de fenómenos culturales, y no tanto de cultura, de la misma manera que prefiero referirme a rituales más que a ritos. En el carácter adjetivo de lo cultural y lo ritual hay una apelación al proceso y al cambio que se pierde de vista en la búsqueda sustantiva de la cultura. Nuestra historia de homínidos alberga muchas más posibilidades culturales que las que gustan de reconocer los extremismos, sean los de una pertenencia identitaria o los de un darwinismo social basado en la selección del mercado, que de natural no tiene nada. Nuestra andadura no es sólo la de la guerra y la falsa paz de lo propio, sino también la de la amistad y la verdadera familiaridad con lo ajeno. Somos seres sociales y simbólicos, seres del camino y, por ende, nunca cerrados por completo al advenimiento de la alteridad ni a la mezcla de la que provenimos. Podemos tener una lengua común e historias compartidas, sin que eso baste para confirmar una cultura de facto –¡y mucho menos nacional!–. Lo que tenemos es el resultado de múltiples cruces y procesos culturales diversos que hemos siempre de reinterpretar. Las ordalías étnicas y culturalistas no quieren ni oír hablar de eso, pues la reinterpretación descarta fanatismos. No es extraño, entonces, que las veamos asociarse con el autoritarismo neoliberal. 

Con todo y esto, la ultraderecha sigue aumentando. En Italia y Hungría gobierna; en Alemania, olvida el nazismo y proporciona alas de hierro a Alternative für Deutschland; en Francia, pone al radical Gérald Darmanin, acusado de abusos sexuales y de ejecutar una política violenta y represiva, como Ministro del Interior. La amenaza crece por todas partes y, frente a ella, sólo cabe acentuar el compromiso con la democracia, con una verdadera democracia que no sólo sea una letanía constitucionalista repetida al caletre; oración de demagogos. Un mundo como el nuestro, de relaciones complejas, enormes desafíos y un destino ecológico común, necesita más que nunca de esa nueva democracia que estimule la participación más allá de las elecciones y sea exigente consigo misma y con la educación de sus ciudadanos, sin confundirla con el adiestramiento tecnológico. Éste es el porvenir democrático que está en peligro; ése, y también el de una vida cultural que sea antropológicamente mucho más importante que el trofeo de una cultura disecada. 

 

David Ramos Castro

Antropólogo, escritor y poeta. Es Doctor en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid. Sus escritos se centran en el análisis simbólico del capitalismo a través de temas que incluyen los regímenes de visibilidad, el cuerpo o la incidencia social de la tecnociencia y el transhumanismo.

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