Los gatos se despiden de noche

Noé Almáguer Zúñiga

La luna se sostenía en la oscuridad como un farol ensangrentado cuando salí a la calle a buscarlo. Mi madre no soportaría enterarse que no había llegado, porque eso representaba la posibilidad de que nunca regresara, y no quería verla caer en una oprimente abulia una vez más.

Dos meses atrás su perra, La Muñeca, se había tragado sin consideraciones un pedazo de salchicha tirado en la esquina, que en minutos le hizo terminar expulsando espumarajos por el hocico hasta una desesperada y rápida muerte. Mi madre había caído en una tristeza de pasos lentos durante semanas, y apenas se estaba recuperando cuando nos enteramos que un hijo-de-la chingada-alma-de-ano estaba envenenando a los gatos del vecindario. 

Y si en la casa había un animal más querido por mi jefa que La Muñeca ese era el Chetote, el gato que mi padre le había regalado antes de morir, un animal soberbio y caprichudo –como sólo pueden ser los gatos– que tenía la particularidad de tener un pelaje naranja muy similar al de un Cheeto poff. Y al saber mi madre que estaban diezmando a los felinos, como con su perra, se encargó de no dejar salir de la casa al Cheeto durante semanas. 

Un día nos dimos cuentas que el gato no estaba en la casa y supimos que en su desesperación por el cautiverio había tenido valor para saltar por la ventana de la segunda  planta y así darse el placer de ser un felino soberano. Lo busqué antes de que mi madre repara su ausencia, pero no lo encontré. Inmediatamente mi madre se puso mal. Se esperó lo peor. Y se la pasó recostada en la cama, durmiendo la mayoría del tiempo y comiendo poco. En muchas ocasiones la había escuchado decir que hubiera querido ser un gato para pasársela de huevón, recostado como rey, atascándose de comida, siendo consentido y no sentir el más mínimo remordimientos por ello. En ese momento lo aparentaba, pero como un gato al que la vidas que le restan ya no le importaban. 

Chetote

A la tercera noche emprendí de nuevo la búsqueda, llamándolo con el chitochitochitochito y haciendo sonar el sobre de comida por toda la colonia. Cuando estuve de regreso en la calle de la privada me encontré con un gato a unos siete metros. Lo reconocí: era el Mamalón, así lo llamaba yo, porque era negro de ojos verdes, y a mí esos gatos se me hacen mamalones. Cuando lo miraba quedarse inmóvil recordé un artículo que había leído en Facebook sobre una leyenda japonesa o coreana que decía se podía encontrar a los gatos perdidos hablando con los gatos callejeros, como si fueran personas, describiéndoles al felino extraviado, contándoles cuánto se les extraña en la casa y cómo se les quiere, para que el otro gato pase la voz entre los demás reyes de la noche y se encarguen de encontrarlo y contarle los sentires humanos para ayudar así a revirar el camino del despistado.

Vacié el sobre en la banqueta y esperé a que se acercara. En un minuto ya estaba sobre la comida, dejándose acariciar. Y sin ninguna esperanza –o con la esperanza del ciego que cree que con prender un foco va a ver la luz– le dije al Mamalón: «Carnal, oye, ocupo un parote. Mi jefa anda muy triste porque el Cheeto, uno de los tuyos, se echó fuga y no ha regresado al cantón hace dos noches. Tenemos miedo de que le haya pasado algo malo. Ya vez que un cabrón anda envenenando a tus compas, pues nuestro temor ese ese. La neta representa mucho para ella y le hace falta su compañía a mi jefecita. Es como de este vuelo, y su pelaje es anaranjado como fritura de queso«-Para entonces él ya había terminado de comer y se limitaba a mirarme como si en verdad me escuchara, lo que me desconcertó machín-. «Bueno, pues ahí te encargo que hagas el pariente ¿vale?«- le dije mientras le daba una palmadita en su cabeza, acá de panas.

Durante poco más de una semana seguí haciendo el mismo ritual todas las noches con los gatos que me fui encontrando, diciéndoles más o menos lo mismo. Mi madre seguía igual. Y sus salidas del cuarto cada vez eran menos frecuentes.

Una noche cuando llegaba tarde a la casa de trabajar me vi escoltado desde la esquina hasta la puerta por todos los gatos con los que había hablado, entre un enjambre de maullidos. Seguramente estaban esperando que les diera de comer, como lo había hecho antes, y pensé que ya no mes los quitaría de encima todas las noches hasta que los alimentara. Les di los últimos tres sobres que me quedaban. Comieron y se largaron, como suelen hacerlo: pavoneándose y sin dar las gracias.

Esa misma noche, la primera que dormía en mi cuarto después de la desaparición de Cheeto, por quedarme a acompañar a mi madre, dormía de manera reparadora cuando escuché un gato maullando a las puerta de la casa, como llamando, igual que lo hacía Chetote. Entre sueños oí salir a mi madre de su cuarto, bajar las escaleras y abrir la puerta principal y luego cerrarla. Todo fue vago, y el sueño me dominó. No supe más hasta el día siguiente.

En la mañana mi madre no estaba. No regresó al anochecer. 

Pero los gatos llegaron puntuales a la puerta a pedir de cenar. Noté dos más: uno igualito al Cheeto, y una felina blanca de ojos azules que no se separaba del otro. Después de comer fueron los únicos que se frotaron con mis piernas de manera cariñosa un par de veces para después salir corriendo, precipitándose en la noche. Los miré escabullirse y –embargado por una extraña ambivalencia de tristeza y tranquilidad– supe que todas las sombras nocturnas, los umbrales sin tiempo y las horas sometidas del crepúsculo al alba pertenecían sólo a esos dos animales.

Y a la noche siguiente volvieron. Y a la siguiente. Pero después nunca más. 



Imagen de portada: Pixabay.


Noé Almaguer Zúñiga

Originario de Irapuato. Estudió en la facultad de Literatura y lenguas hispánicas. Radica actualmente en Morelia, Michoacán. Se dedica a la gestión cultural por medio de la labor libresca, intenta no dar pataleadas de ciego en el campo de la creación literaria. Amante de la novela negra y lee con devoción a Roberto Bolaño y Leila Guerriero. A partir de ahí siente el compromiso de mirar agudamente y narrar lo visto. No disfruta escribir pero sí cuando termina de hacerlo.



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