Materia oscura: Diario argentino 

Witold Gombrowicz

Lunes

Rugido de sirenas, pitidos, fuegos de artificio, corchos que saltan de las botellas y el tremendo ruido de una ciudad en plena conmoción. En este minuto entra el nuevo año 1955. Voy caminando por la calle Corrientes, solo y desesperado. 

No veo nada ante mí… ninguna esperanza. Todo para mí ha terminado, nada quiere iniciarse. ¿Un balance? Después de tantos años, intensos a pesar de todo, laboriosos a pesar de todo… ¿quién soy? Un empleadito cansado por siete horas de burocracia cuyas pretensiones de escribir han sido ahogadas. No puedo escribir sino este diario. Todo se ha ido al diablo debido a que día tras día, durante siete horas, realizo el asesinato de mi propio tiempo. Dediqué tantos esfuerzos a la literatura y ella hoy día no es capaz de asegurarme un mínimo de independencia material, un mínimo —al menos— de dignidad personal. «¿Escritor?». ¡Qué va! ¡En el papel! Pero en la vida… un cero, un ser de segunda categoría. Si el destino me hubiera castigado por mis pecados no protestaría. ¡Pero me ha aplastado por mis virtudes! 

¿A quién debo culpar? ¿A la época? ¿A los hombres? Pero cuántos existen cuyo aplastamiento es aún peor. Mi mala suerte se debió a que en Polonia me despreciaban, y hoy, cuando uno que otro al fin comienza a respetarme, no hay sitio para mí. Estoy tan desprovisto de casa como si no habitara en la tierra sino en los espacios interplanetarios, como un globo.

Jueves

¿Decirlo o no decirlo? Hace aproximadamente un año me ocurrió lo siguiente: Entré en el baño de un café de la calle Callao… En las paredes había dibujos e inscripciones. Pero aquel deseo delirante nunca me hubiera atravesado como un aguijón envenenado de no haber palpado por azar un lápiz en mi bolsillo. Un lápiz de color.

Encerrado, aislado, con la seguridad de que nadie me veía, en una especie de intimidad… el murmullo del agua que me susurraba: hazlo, hazlo, hazlo, saqué el lápiz. Mojé la punca con saliva. Escribí algo en la pared, en la parte superior para que fuera más difícil borrarlo, escribí en español algo, ¡bah!, completamente anodino, del género de: «Señoras y señores tengan la bondad de…».

Guardé el lápiz. Abrí la puerta. Atravesé el café y me mezclé entre la multitud de la calle. Allá quedó el escrito.

Desde entonces vivo con la conciencia de que mi escrito está allá.

Dudaba si debía confesarlo. Vacilaba no por razones de prestigio sino porque la palabra escrita no debe servir para la publicación de ciertas manías… Y sin embargo no voy a ocultarlo: nunca soñé siquiera que aquello podía resultar tan… fascinante. Apenas si puedo reprimir el remordimiento por haber malgastado tantos años de mi vida sin haber conocido una voluptuosidad tan barata y desprovista de todo riesgo. Hay algo raro y embriagador en ello… que posiblemente proviene de la terrible evidencia del escrito que está allá en la pared unido al absoluto secreto de su autor, al que es imposible descubrir. Debo añadir también que esto no se ajusta por completo al nivel de mi creación…

Lunes

¿Qué es lo que me lleva a destacar el papel específico y sumamente drástico de la juventud en mi vida (y en la de ustedes)? El que hay algo que no me satisface en la cultura. 

¿Qué precisamente? Su excesividad. Es excesiva en su profundidad, su dramatismo, su responsabilidad, agudeza, seriedad. La cultura nos supera. Hace falta algún líquido que suavice su tensión, que la haga retroceder a nuestra condición humana hecha de ligereza; que nos ablande el mundo. Contemplemos el rostro del hombre culto contemporáneo: es demasiado categórico. Asustado por no saber aflojar sus tensiones.

Pero es imposible frenar el pensamiento en su desenvolvimiento mecánico. El pensamiento será cada vez más profundo y serio. Es posible, no obstante, modificar la situación del hombre que piensa, colocándolo en una situación diferente entre los hombres.

Por ese motivo quise destacar en primer plano al ser hasta ahora poco advertido: al joven, es decir, al no-del-todo-hombre, al hombre no hecho. Cabe confrontarlo con el hombre, lograr que el hombre sienta que existe «para» el joven y que la vida más acabada entienda su supeditación a lo inmaduro.

¡Francamente! Esta reducción del mayor al menor no resulta un comentario indispensable para la reducción antropológica de Feuerbach, la sociológica de Marx, la fenomenológica de Husserl… Pero, basta de conceptos. No pretendo ser proveedor de conceptos, sino de personas. Introduzco al joven: ahora piensen.

Otra cosa. ¿No creen ustedes que frente a este asunto de la edad hay algo en nosotros inconfesado? Es una razón de más para hablar de ello… Pero a la vez tengo algo que añadir al respecto: nada de lo que he dicho aquí es categórico, todo es relativo. Todo depende, ¿por qué ocultarlo?, del efecto que puedan tener mis palabras.

Esta particularidad define toda mi producción literaria. Ensayo diferentes papeles. Asumo actitudes diversas. Doy a mis vivencias diferentes sentidos… si uno de ellos es aceptado por los demás, me afianzo en él. El verbo no me sirve únicamente para expresar mi realidad, sino para algo más, es decir: para crearme frente a los demás y a través de ellos.

Sábado

Paseo con Karol Swieczewski por San Isidro: residencias, jardines. Pero —lo vemos desde la colina— el río inmóvil resplandece a lo lejos, con su color leonado, y a mano derecha, a la sombra de los eucaliptos, la casa de los Pueyrredón, blanca, secular, las ventanas cerradas, deshabitada desde que Prilidiano la abandonó. Entre esa casa y yo ha surgido una relación muy arbitraria. Empezó un día en que al pasar por allí pensé: «¿qué sucedería si esta casa se me volviera algo íntimo, si irrumpiera en mi destino por la única razón de que me es absolutamente ajena?». E inmediatamente después esta otra idea: «¿por qué precisamente esa casa, entre tantas casas, te sugirió semejante deseo?, ¿por qué precisamente ésa?». Inmediatamente esta idea respaldó a la otra y desde entonces me relacioné de verdad con la casa de Pueyrredón. Ahora esta luz, estos arbustos, estas paredes provocan en mí una conmoción cada vez mayor —y una inquietud— y cada vez que vengo me doblego bajo un peso indecible; en algún lado, en los límites, en los confines de mi ser explota el grito, el escándalo, el pánico terrible… Y es muy característico de mí, sí, me es propio, que ninguna de estas experiencias de angustia, abatimiento, congoja, desesperación, sea de sangre y hueso —que se trate sólo de algo como el contorno de un sentimiento—, por eso quizá sean más agudas, no estén alimentadas de nada, absolutamente puras. Este fuerte dolor no me impide la conversación con Swieczewski.

Conversamos sobre el abate Maciaszek.

Pero la casa de los Pueyrredón queda ahora a nuestras espaldas, detrás de nosotros, y el hecho de no verla aumenta su existencia. ¡Maldita casa que irrumpió en mí!; mientras menos la veo más existe. ¡Hela ahí!, detrás de mí, allí está. ¡Allí está! ¡Está allí, hasta la exageración, hasta la locura!, está y está, con sus ventanas y sus columnas neoclásicas, ¡a medida que me alejo en vez de disiparse existe cada vez más violentamente! ¿Por qué ésa? No es ésa a quien le corresponde acompañarme, perseguirme; otras casas son más mías, ¿por qué ésa, ajena, extraña, blanca existencia en este jardín, se me pega y me alcanza? Pero sigo conversando con Swieczewski. Sé que no digo lo que debería decir. ¡No debería hallarme aquí! ¿Dónde, entonces? ¿Cuál es mi sitio? ¿Qué debo hacer? ¿Dónde estar? No es mi lugar, mi país natal, ni la casa de mis padres, ni el pensamiento, ni la palabra, no, la verdad es que no tengo sino esta casa, sí, desgraciadamente, desgraciadamente, mi única casa es esta casa deshabitada, la blanca casa de Pueyrredón.

Conversando siempre sobre el abate Maciaszek nos alejamos de la casa de Pueyrtedón. Pero él, Swieczewski, parece también estar como ausente, como si no estuviera aquí; lo veo estrujar una rama seca hasta reducirla a polvo.

Lunes

Pienso en mi trabajo, en mi lugar en la literatura, en mi responsabilidad, mi destino y mi vocación.

Pero a la izquierda zumba un mosquito, no, a la derecha; el verdor se desliza con fluidez al azul, las cotorras parlotean y hasta el momento no he podido ver los alrededores; no tengo ganas, además me estoy derritiendo. Supongo que hay palmeras, cactus, malezas, pastizales, ciénagas o pantanos, pero no lo sé con seguridad; vislumbré una vereda, caminé por ella, la vereda me condujo a un bosque de arbustos que olían como a té, pero que no eran té; después vi por debajo del ala de mi sombrero las piernas de Sergio muy cerca del sitio en que yo estaba, a la izquierda. ¿Qué buscaba aquí? ¿Deseaba acompañarme en el paseo? En un acceso de irritación le pregunté si no dejaría nunca de ser convencional, y de pronto me pareció ver que sus pies se levantaban y comenzaban a caminar a una altura de 15 cm. Eso duró algunos minutos. Luego descendieron y pisaron tierra… Usé la expresión «me pareció ver» porque no creo que aquello fuera posible. Además estoy dudando, y el sombrero, el resplandor y los matorrales limitaban el campo de visión. Mandioca.

Viernes

Tomé un deliciosísimo desayuno… «En Tandil te aburrirás a morir»… Con toda esa desesperación fui a la conferencia de Filefotto sobre las sinfonías de Beethoven.

Filefotto, una nariz como papa en una cara como bollo, con sonrisa de irónica indulgencia decía: —Hay quienes consideran que la sordera del maestro fue la causa de su talento. ¡Una insensatez, señoras y señores! ¡Un absurdo! ¡No fue la sordera la causa de su talento! ¡El talento nació en él a consecuencia de la Revolución Francesa, fue ella quien le abrió los ojos ante la desigualdad social!

Veo a Beethoven en las manos, iguales a panecillos, de Filefotto, veo como éste lo usa como una porra para golpear la Desigualdad. ¡Oh, Beethoven en manos de Filefotto!

Y al mismo tiempo en los yacimientos más profundos de mi ser, algo como una satisfacción, algo como un regocijo liberador, al pensar que el inferior puede servirse del superior.

Domingo

Esta demencia inaudible, este pecado inocente, estos ojos negros sumisos… ¡Quiero abrazar la demencia, le salgo al paso… yo, a mi edad! ¡Catástrofe! ¡Pero qué, sino la edad, es la causa de que le tienda los brazos a la demencia… esperando que me resucite, tal como era, en toda mi sensualidad creadora!

¡Recibiría con los brazos abiertos el pecado que fuera para mí inspiración, el que será inspiración… porque el arte está hecho de pecado!

Sólo que… aquí no hay pecado… ¡Cuánto daría por poder pescar a este pueblo in fraganti. Nada. Sol. Perros.

¡Maldito sea el cuerpo de ellos!

¡Maldito sea su cuerpo fácil!

¿Será una herencia de la desnudez de las tribus que tan fácilmente sometían la espalda al azote? Cuando en una conversación con Santucho me lamentaba de que el cuerpo aquí «no canta» y de que en general nada aspira a subir, a volver, él me respondió:

—Es la venganza del indio.

—¿Qué venganza?

—Pues sí. Ya usted ve cuánto de indio hay en todos nosotros. Las tribus de huríes y lules que poblaban estas tierras fueron degradadas por los españoles al papel de esclavos, de sirvientes… el indio tenía que defenderse ante la superioridad del amo… vivía únicamente con la idea de no dejarse vencer por esa superioridad. ¿Cómo se defendía? Ridiculizando la superioridad, burlándose del señorío, formó en sí una capacidad para mofarse de todo lo que pretendiera sobresalir y dominar… exigía igualdad, mediocridad. En cada arranque hacia lo alto, en cada chispa vislumbraba el deseo de dominación… Y aquí tiene el resultado. Ahora todo aquí es tan normal.

Sin embargo, el fornido, terco cacique santiagueño se equivoca. Aquí todo ocurre sin pecado, pero también sin escarnio, sin burla, malignidad, ironía. Las bromas son benignas y en la mera tonalidad del lenguaje se siente la bondad. Sólo que… ¡Y será un secreto de América del Sur el que la bondad, la honradez, la normalidad, lleguen a ser agresivas e incluso peligrosas! Yo llegué a la conclusión de que cuando por casualidad desde algún lado me toca esta benignidad con su risa, o se me atraviesan en el camino estos infinitos, dulces ojos de esclavo, empiezo a sentirme confundido, como si hubiese descubierto una amenaza enmascarada.

(Fragmentos del libro Dirario argentino)

Del libro: Esto no es una nariz.

Witold Gombrowicz (Małoszyce, 1904-Vence,1969).

Novelista y dramaturgo polaco, nominado en vida al Premio Nobel de Literatura en cuatro ocasiones consecutivas (1966—1969). Vivió durante 24 años en Argentina, a la que consideraba como su segunda patria.

Witold Gombrowicz nació en el seno de una familia acomodada perteneciente a la nobleza polaca. Estudió Derecho en la Universidad de Varsovia desde 1926 hasta 1932. Por esta época, paralelamente, comienza a frecuentar los circuitos culturales de la ciudad, como los cafés Zodiak y Ziemiańska junto a otros jóvenes escritores e intelectuales. En 1933, Gombrowicz publica algunas historias cortas reunidas bajo el título de Memorias del período de la inmadurez obteniendo pobres críticas (Este libro será posteriormente reeditado, con el añadido de tres cuentos más, con el nuevo título de Bacacay o Bakakaï). Su primer éxito llega en 1937 con la novela Ferdydurke, que ganó notoriedad a raíz de la virulenta crítica dirigida a la parte nacionalista de la sociedad de Varsovia.

Algunos días antes del estallido de la II Guerra Mundial viaja, invitado con una embajada de escritores polacos, a la Argentina. Durante el viaje, Alemania invade repentinamente Polonia y ante los acontecimientos que se producían en Europa, Gombrowicz decide permanecer en Buenos Aires, donde vivirá, al comienzo, en condiciones de extrema pobreza. Por mediación de varios conocidos de su misma nacionalidad, acaba por obtener un trabajo en la sucursal argentina del Banco Polaco (es en las horas muertas en este puesto de trabajo donde, ocultándose de su jefe y compañeros, escribirá Transatlántico, como él mismo explica en el prólogo a la novela).

Hasta comienzos de 1963, Gombrowicz permanece en la Argentina, desempeñando diferentes ocupaciones (periodista, traductor, profesor de filosofía…) y congregando en torno suyo a un círculo de fieles escritores y artistas, como Jorge Rubén Vilela, Jorge Di Paola, Juan Carlos Gómez, Mariano Betelú, Carlos Mastronardi, Manuel Gálvez, Arturo Capdevila y Miguel Grinberg. Previamente, la traducción colectiva de Ferdydurke al castellano que realizó con sus camaradas del café Rex culminó en un lenguaje complejo, infantil y vanguardista al mismo tiempo: la publicó Editorial Argos en 1947, con prólogo del autor. La obra mereció los elogios de Ernesto Sabato, quien prologó la reedición argentina del libro para Editorial Sudamericana en 1964, sello que publicó Diario Argentino en 1967. Sus novelas y obras de teatro fueron censuradas en la Polonia comunista hasta finales de los años 1970; sin embargo, fueron publicadas en polaco por su amigo Jerzy Giedroyc, quien había creado en París, en 1950, una editorial llamada Kultura. Ya que muchos de los libros publicados por Kultura fueron objeto de contrabando dentro de Polonia, las obras de Gombrowicz llegaron a ser bien conocidas allí.

A finales de los años 1950, la novela semi-autobiográfica Transatlántico​ fue representada en París y recibida con interés por los críticos teatrales franceses, otorgando a Gombrowicz cierta dosis de fama. Durante esta época se comenzarán a publicar también sus extensos Diarios, en los que ofrece sus reflexiones sobre Argentina y apunta de forma más o menos velada su homosexualidad. En 1963 recibe una invitación de la Fundación Ford que le ofrece una estancia en Berlín, y en 1964 se establece en Royaumont, cerca de París, donde emplea a Rita Labrosse, una canadiense procedente de Montreal, como secretaria personal (con la que unos años más tarde contrae matrimonio). Unos meses después, se instala en Vence, cerca de Niza, donde transcurre la última etapa de su vida. Murió en 1969. En 2013 su viuda publicó Kronos, un diario íntimo del que no se tenía noticia, que contiene anotaciones de su vida sexual.

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