Materia oscura: Esperanza

 Joyce Carol Oates

Papá nos estaba llevando a casa. Sólo dos de nosotros íbamos en la silla de atrás y Esther, que era la favorita de papá, en el asiento de adelante.

Esther gritó: ¡Papá, cuidado!

Una criatura negra y peluda, sus piernas moviéndose rápidamente, estaba cruzando la carretera justo en frente del carro de papá. Pudo ser un gato grande o un pequeño zorro. Papá no disminuyó la velocidad por un instante. No movió el timón ni pisó el freno para intentar esquivar la criatura, pero tampoco aceleró para pisarla a propósito.

La llanta delantera derecha dio un pequeño salto.

Hubo un chillido corto, luego silencio.

Papá, por favor. Por favor para.

La voz de Esther era tenue y quejumbrosa y aunque era una voz de súplica, era una voz sin esperanza.

Papá rio. Papá no frenó el carro, no se detuvo. Atrás, nos arrodillamos en el asiento para asomarnos por la venta trasera y ver, entre el pasto cortado a un lado de la carretera, a la criatura peluda retorcerse de agonía.

¡Papá, detente! Papá, por favor para, el animal está herido. Pero nuestras voces eran tenues y quejumbrosas y sin esperanza. Papá no prestó atención a nuestros lamentos, siguió silbando mientras manejaba. En el asiento de adelante Esther lloraba a su manera: suave y sin remedio. Y en el asiento de atrás, nosotros permanecimos en silencio.

Uno de nosotros susurró: ¡Era un gatito!

El otro dijo: ¡Era un zorro!

En el puente sobre el río, donde hay una rampa empinada, papá frenó el carro y se detuvo. Frunció las cejas, se veía irritado y le dijo a Esther: Sal del carro. Y papá se volteó gruñendo hacia nosotros en el puesto de atrás y sus ojos brillaron de enfado mientras nos decía que nos bajáramos del carro también.

Estábamos asustados. Pero no había lugar para esconderse en la parte de atrás del carro de papá.

Afuera, Esther tiritaba. Un viento frío sopló desde el río envuelto en niebla. Nos acurrucamos junto a Esther mientras papá venía.

Su cara cargaba pesar y remordimiento. Pero era un arrepentimiento por algo que todavía no había ocurrido pero que era inevitable. Calmadamente, papá le lanzó a Esther un golpe seco en la espalda con su puño (la tumbó al piso como de un disparo), tan contundente que ella no pudo llorar ni gritar, sólo quedarse en el piso temblando. Queríamos correr pero no nos atrevimos porque sabíamos que los grandes pasos de papá nos alcanzarían.

Papá nos golpeó, primero a uno y después al otro. A uno en la espalda, como lo había hecho con Esther, al otro, un golpe descuidado, diagonal junto a la cara, como si en este caso (en mi caso) el niño estuviera tan perdido que se encontrara más allá de toda disciplina. ¡Ay, ay, ay! Habíamos aprendido a tragarnos nuestro llanto.

Con sus largos pasos, papá volvió al carro y prendió un cigarrillo. Esto ya había pasado antes, aunque no de la misma manera. Y, cuando las cosas se asemejan a un momento anterior, es mucho más terrible que si las vives por primera vez. Sobre el suelo abultado, de pasto seco, sollozábamos intentando recuperar el aliento. Esther, que era la mayor, fue la primera en reponerse: gateó hasta donde estábamos Kevin y yo y nos ayudó a levantarnos sobre nuestras inseguras piernas. Seguíamos aturdidos de dolor y con una enferma sensación: no entendíamos que algo se estaba repitiendo de la misma manera a como ya había ocurrido antes. Y solo, mientras volvía a suceder, recordábamos haberlo vivido ya. Y fue ahí que tuvimos la certeza, como un rayo de luz que ilumina una habitación en penumbra, de que se iba a repetir. En el carro, papá se sentó a fumar. Su puerta estaba abierta hasta la mitad pero el carro se seguía llenando de un humo azulado como niebla.

Entre papá y Esther sucedió algo único para los dos, como una vez fue único entre papá y Lula: si Esther había decepcionado a papá y había sido castigada por decepcionarlo, Esther podía (se esperaba incluso que lo hiciera) referirse al castigo. Esther no retó a papá ni lo siguió decepcionado. Una clara y sencilla pregunta de Esther, a pesar de nuestra sorpresa, pareció bienvenida.

Esther dijo con un nudo en la garganta: ¿Por qué? Papá dijo: Porque yo soy papá, en quien sus hijos nunca deben perder la esperanza.

Joyce Carol Oates, Nueva York, 1938.

Narradora norteamericana, célebre por las generosas dosis de violencia que ha volcado en sus cuentos y novelas, está considerada como una de las más destacadas seguidoras de la corriente narrativa inaugurada por William Faulkner.

Tras comenzar sus estudios superiores de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Siracusa, acabó completándolos en la de Wisconsin, de donde egresó con el título de licenciada. Posteriormente, obtuvo el doctorado en dicha materia por la Universidad de Rice, al tiempo que compaginaba esta especialización con su dedicación al cultivo de la literatura de ficción. 

Uno de sus primeros relatos fue seleccionado, con mención de honor, para formar parte de una antología de los mejores cuentos escritos por autores norteamericanos, lo que orientó definitivamente a Joyce Carol Oates hacia el género de la prosa de ficción.

En 1963 dio a la imprenta su primera recopilación de relatos, publicada bajo el título de Junto a la puerta del Norte, vio la luz. Un año más tarde, animada por la buena acogida dispensada por críticos y lectores, la joven escritora presentó su primera novela extensa, titulada Un otoño tembloroso (1964), obra a la que siguió un nuevo volumen de relatos, Sobre un torrente arrollador, aparecido en 1965. 

Tan vertiginosa carrera literaria apuntó entonces hacia un objetivo mucho más ambicioso: la publicación de una trilogía narrativa. En efecto, en 1967 vio la luz la primera entrega de esta serie, Un jardín de delicias terrestres, inmediatamente continuada por Gente adinerada, que fue galardonada con el Premio Nacional de Narrativa de 1968. Un año después, Oates volvió a asomarse a los escaparates de las librerías con la tercer y última entrega de su trilogía, titulada Ellos (1969), novela que vino a culminar una espléndida muestra de la mejor prosa de ficción norteamericana de los años sesenta.

La crítica se apresuró a subrayar las mayores virtudes de la prosa de Oates, entre las que sobresalen la densa experiencia vital acumulada por sus personajes y el desconcertante ámbito en que la autora los sitúa: un espacio literario donde el realismo social convive en perfecta simbiosis con los mejores ingredientes de la novela gótica, y en el que se genera una torrencial corriente de violencia que con frecuencia desemboca en un final sangriento, marcado por el asesinato o la aniquilación de los propios elementos destructores. La mayoría de sus personajes son mujeres, a través de cuyas vivencias Oates realiza un interesante análisis sociológico acerca de la violencia que ejercen sobre ellas los hombres y la propia estructura social del país.

Tras un largo período de silencio literario, a finales de la década de los setenta Joyce Carol Oates volvió a las listas de libros más vendidos con su novela Bellefleur (1980). Posteriormente, ha publicado El tiempo pasará (1988), Porque es amargo, porque es mi corazón (1990), Agua negra (1992), Confesiones de una chica de la banda (1993), Zombi (1995) y ¿Me querrás siempre? (1996), obras en las que continúa sosteniendo su constante denuncia de la degradación moral en que ha caído una gran parte de la sociedad norteamericana contemporánea. En 2000 publicó Blonde. Una novela sobre Marilyn Monroe.

Más tarde escribió A Media Luz (2001); Violación: Una Historia De Amor (2003); Niágara (2004); Mamá (2005), y La Hija Del Sepulturero (2007), entre otras.


Imagen de portada: Merlin Lightpainting en Pixabay

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