Roberto Bolaño y la naturaleza secreta del arte

Noé Almaguer

Bolaño, el ícono poeta; Bolaño, el pendejo sobrevalorado; Bolaño, el irrefutable; Bolaño, la espina en el zapato; Bolaño, el verdadero infrarrealista; Bolaño, el incomprensible; Bolaño, el mito; Bolaño: el voraz lector, el iracundo crítico, el que no es chileno ni mexicano ni español, el autoexiliado, el buen mentiroso, el narrador de su autoficción, el esquivo, el distante, el ladrón de libros, el promotor número uno de hurtismo libresco,  el que escribía insaciablemente, el que creía que había poetas y no poetas, el subversivo, el canon, el cinéfilo, el detective, el salvaje, el enfermo, y, sobre todo, Roberto Bolaño el muerto.

Después de un penitente viaje en camión de Morelia a mi ciudad natal, Irapuato, llegué a la ciudad, que se encontraba bajo amenaza de tormenta.  Un vendaval me asedió cuando me disponía a cruzar el puente de concreto que traviesa una serie de edificios y que comunica con los lindes del centro histórico. Me atrincheré un momento bajo el arco de un bar situado sobre el puente y contemplé desde esa altura lo que se podía ver de la ciudad: un centro comercial, la avenida y una serie de inmuebles decadentes de mediana altura que más que imponer incomodaban por su traza de inhabitables, mientras sobre ellos se cernía un tapete azul grisáceo que de forma electrizante y atempestada anunciaba, sin lugar a duda, un chaparrón bíblico. El paisaje −desde su urbanidad− era como si, en vez de ciudad, fuera un vacío habitado; sus calles casi una pesadilla. Desde ahí, daba la impresión de que toda la vitalidad de la ciudad se reducía a sombras escurriéndose sobre muros de hormigón −y que perfectamente podía ser una estampa dibujada por el artista Gerald Scarfe de la película The Wall de Pink Floyd−. 

Irapuato, fotografía de Noé Almaguer

Fue en el transcurso de estas impresiones que vislumbre frente a mí, cruzando la avenida, el edificio de la que fuera mi dentista nueve años atrás, lo que, a su vez, me recordó un cuento de Bolaño titulado −curiosamente−, Dentista, que asimismo −más curioso aún− empieza así: 

[…]1986. En aquel año, por motivos que no vienen a cuento o que ahora me parecen banales, estuve unos días en Irapuato, la capital de las fresas, en casa de un amigo dentista que estaba pasando un mal trance.

Fue gracias a ese cuento que mi relación lectora con el infrarrealista chileno se consolidó. 

Hasta entonces, mi vínculo con Irapuato era de cierto aborrecimiento, por su escasa difusión cultural, sus calles parcas y avenidas industrializadas. Después de Dentista hubo cierta reconciliación, no porque Bolaño dijera flores sobre la ciudad, que entonces (1986) era un pueblo, si no a razón de que mi localidad de origen −a la que consideraba inevocable en ningún texto que valiera literariamente la prena−, había sido objeto y escenario literario de un autor que admiraba desde lo muy poco que había leído de él, y porque compartía mi visión des-romantizada de la ahora ex-capital de las fresas. 

El autor había dicho que Irapuato no es una ciudad hermosa, pero nadie puede negar el encanto de sus calles, la atmósfera de tranquilidad que se respira en el centro, en donde los irapuatenses fingen preocupaciones que a los nativos del DF nos parecen meras distracciones. Es evidente, hasta la vulgaridad, de que la ciudad ha perdido esa “atmosfera de tranquilidad”.

Y sin embargo, es una ciudad, como en cualquier otra, donde el misterio del arte transita por sus aceras desvencijadas. 

El rememoramiento del cuento me hizo caer en cuenta que el 28 de abril se conmemora el nacimiento de Bolaño, lo que me llevó a escribir este texto.

En Dentista un par de egresados de la UNAM —uno de odontología y otro de filosofía y letras— se dedican a deambular por lo bares y cafés del centro histórico de Irapuato, siempre terminando en un bar nocturno de los barrios bajos de la ciudad, trasnochando hasta más no poder, y en una de sus incursiones se encuentran con un conocido del dentista, un joven que parecía fluctuar entre la adolescencia y un niñez de espanto, de cuerpo redondo, ojos afilados y manos de hierro, al que el dentista presentó como José Ramírez, un espléndido narrador. 

Previamente, el dentista y el letrado habían sostenido una unidireccional discusión sobre lo que era la verdadera historia del arte, en la que el dentista alegó que el arte es parte de la historia particular mucho antes que de la historia del arte propiamente dicha y que la matriz de la historia particular es la historia secreta

Irapuato, fotografía de Noé Almaguer

Para el dentista la historia secreta del arte es aquella que jamás conoceremos, la que vivimos día a día, pensando que vivimos, pensando que lo tenemos todo controlado, pensando que lo que se nos pasa por alto no tiene importancia. ¡Pero todo tiene importancia, buey! Lo que pasa es que no nos damos cuenta. Creemos que el arte discurre por esta acera y que la vida, nuestra vida, discurre por esta otra, y no nos damos cuenta de que es mentira.

Bajo esta premisa, el dentista impone a su amigo que tiene que leer los cuentos del puberto José Ramírez, del que presume que es mejor que cualquier narrador mexicano de ese entonces. Por lo que se encaminan en coche hacia la casa de José, localizada en lo andurriales de la ciudad, y con la pinta de ser un híbrido entre el basurero y la estampa bucólica típicamente mexicana. Una vez ahí, se quedan el resto de la noche hasta el alba leyendo los cuentos de Ramírez. Y al final se retiran sin poder decir mucho, pues acababan de tener una noche decididamente literaria.

En este cuento Bolaño nos comparte su visión del arte, de la literatura y del poeta. Una visión desacralizada del arte que propone que ésta está principalmente en la cotidianidad, en la historia particular del individuo, quien no se da cuenta y que, por lo mismo, es secreta. Como una apropiación —si querer queriendo— de eso que ha pertenecido a los privilegiados durante años. 

Durante el texto aparecen los tópicos del autor, entre los que destaca la figura del poeta, como un ser enajenado del Parnaso, de la divinidad, aterrizado en la más grosera cotidianidad de un adolescente obrero, al que el narrador se refiero como alguien desconfiado, alguien al que no atribuirías dotes narradoras, alguien que no era Rimbaud sino sólo un niño indio. Definitivamente esta prospección del narrador— el letrado— cambió al final del relato. 

Otro tópico es la literatura como algo insondable, como si en ella se encontrara un secreto arcano y soez, que para desentrañarlo hubiera que arriesgar algo. 

Durante una conferencia en la ENES Morelia, llamada El arte como producción de lo desconocido: la opción heteriológica, el Dr. Sergio Espinoza Proa argumentó que lo que hace al arte arte es la producción de lo desconocido, que el arte no devela, no despeja lo desconocido, sino que permite que lo desconocido entre y juegue con el azar. Y, a su vez, declaró que el arte pone al “yo” en riesgo. El arte es abrazar la muerte.

En Dentista los dos protagonistas se embarcan en un viaje a lo ignoto, ya tienen en la cabeza que el arte discurre sobre los parajes de las cotidianidades secretas, y ellos se encaminan a conocer una de ellas por medio de unos cuentos. Y, asimismo, saben que el riesgo está latente. 

Durante el camino a la casa de José, el egresado de filosofía y letras es embargado por una certidumbre: sabía que de alguna manera entrábamos en un territorio en donde éramos vulnerables y de donde no saldríamos sin haber pagado un peaje de dolor o de extrañamiento, un peaje que a la larga íbamos a lamentar.

Al regreso de su viaje, los personajes pagan con el peaje del extrañamiento, la experiencia del arte literario los ha dejado desconectados, con lo desconocido hasta los huesos:

Comprendí que poco era lo que podíamos decir sobre nuestra experiencia de aquella noche. Ambos nos sentíamos felices, pero supimos sin asomo de duda […] que no éramos capaces de reflexionar o de discernir sobre la naturaleza de lo que habíamos vivido. 

Solo el letrado confiesa que mientras dormía, después de esa noche decididamente literaria, comprendió durante un segundo escaso el misterio del arte, su naturaleza secreta, para después desvanecerse. Dejando Bolaño así sin despejar la duda de lo desconocido que pudieron haber experimentado aquellos atormentados personajes. 

Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben, de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto, dice uno de los personajes cuando termina de leer los cuentos de José Ramírez. 

No pretendo asegurar que sé lo que significan estas palabras, pero me dan la intuición de que leyendo, uno nunca deja de leer al mundo, uno nunca deja de interpretar la vida, por la misma banqueta en que transita el arte y —a veces sin saberlo— nosotros mismos. 

Bolaño dijo: los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y sin embargo son caminos por lo que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea… tal vez, por un breve momento, lo ignoto, el misterio del arte, su naturaleza secreta. De cualquier forma: no hay certezas, sólo un gran quizás.


Noé Almaguer Zúñiga

Originario de Irapuato. Estudió en la facultad de Literatura y lenguas hispánicas. Radica actualmente en Morelia, Michoacán. Se dedica a la gestión cultural por medio de la labor libresca, intenta no dar pataleadas de ciego en el campo de la creación literaria. Amante de la novela negra y lee con devoción a Roberto Bolaño y Leila Guerriero. A partir de ahí siente el compromiso de mirar agudamente y narrar lo visto. No disfruta escribir pero sí cuando termina de hacerlo.

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