Sobre «Mar de piedra» de Aura García-Junco

Ángel Hurtado

No quiero
que mis muertos descansen en paz
tienen la obligación 
de estar presentes.
Stella Díaz Varín

No sabe qué se siente perder a una persona cercana, lidiar con desapariciones o disfrutar de un domingo sin hacer nada, pero sabe, o al menos cree saber algo de la muerte, del miedo, y de trabajar muy temprano un domingo con resaca. Al regresar a casa deberá comenzar a leer Mar de Piedra, de Aura García-Junco, pero la casa en domingo, después de una larga semana, se parece más a los restos de un campo de batalla que a un espacio seguro y habitable. No puede sentarse a leer si la casa no está limpia, así que empieza, no sin antes procrastinar un poco. Justo cuando está a punto de iniciar con su lectura, un olor peculiar le recuerda que no ha limpiado los areneros de los gatos, piensa entonces en la importancia de limpiar mierda.

“La vida transcurre con la normalidad de cualquier domingo… Gris: el ánimo que se respira… como de escombros”. Aura logra atraparlo desde las primeras líneas, piensa en las coincidencias, la novela empieza en domingo, él empieza a leerla en domingo, ¿Destino? Pregunta pertinente, sigue leyendo. 

Debe escribir un texto para la presentación, no porque esté obligado, sino porque quiere hablar de su lectura, desde su lectura, para su yo lector, que no siempre es el mismo que escribe, aunque el que escribe siempre sea el que lee. Se siente en desventaja, sabe que va a sentarse con personas que admira, personas que escriben realmente bien, que le han hecho llorar, porque para él, llorar es importante cuando se trata de leer. Agota Kristof, en Ayer, novela gris y también de escombros y domingos dice: “En general me contento con escribir dentro de mi cabeza. Es más fácil. En la cabeza, todo se desarrolla sin dificultad. Pero, en cuanto escribe, los pensamientos se transforman, se deforman, y todo se vuelve falso. A causa de las palabras.” Su cabeza, desafortunadamente, no es como la de Kristof, y también en ella todo se vuelve falso.

Ya adentrado en este mar de piedra, con el agua sobre las rodillas, piensa en el destino, no sabe qué creer, recuerda dos historias, la primera tiene que ver con él moviéndose para conseguir algo y la segunda, con algo en donde no pudo meter las manos.

La primera historia va a contarla con pena. Hace unos meses mientras veía historias en Instagram, de pronto aparecieron las historias de Aura, a quien conoció gracias a P, fue pasando las historias con el dedo, hasta que una de ellas le llamó la atención, una fotografía borrosa, la luz de un auto, una bota color negro y el inconfundible asfalto moreliano, con un bache al fondo. Aunque la imagen bien podía ser de cualquier ciudad colonial del país, y aunque estuviera borrosa, él sabía que esa era una calle de Morelia. Necesitaba invitar a Aura a la librería, que viniera para poder platicar con ella, que le firmara alguno de sus libros y, por qué no, plantear la posibilidad de que viniera a presentar después alguno de sus libros. Pensaba que mandarle mensaje directamente podría parecer muy acosador, no lo conocía y corría el riesgo de no recibir respuesta. Entonces se le ocurrió subir una historia de la librería, desde la página de la librería, enfocando uno de sus libros y etiquetándola en la historia, y que así ella viniera. Ahora que lo cuenta en voz alta, piensa que tal vez la segunda opción no fue menos acosadora que la primera, pero funcionó, y ahora, mientras lee este texto, están aquí.

El agua de este mar de piedra ahora ha sobre pasado la cintura, le toca las costillas, recuerda entonces la segunda historia. El destino. Hace seis meses A y P se fueron a vivir juntos, imaginaban un hogar ideal con sus cinco gatos, los tres de él, las dos de ella, pero unos días antes de la mudanza sucedieron dos cosas. Rita, la gata de ella, escapó de casa, y Melquiades, el gato de él, murió de una enfermedad en los riñones descubierta demasiado tarde. Ahora piensa en que sí ha sufrido una muerte cercana, más de lo que la gente pudiera pensar, y han sufrido también, una desaparición cercana, más de lo que pudiera pensarse. De la muerte de Melquiades, le quedó una deuda en el banco, un agujero, una transportadora vacía, no hay estatua. De la desaparición de Rita, les quedó un álbum de fotos digital, un agujero, y una ventana abierta, por si acaso. Aura dice: “Una desaparición, al fin y al cabo, pero una desaparición que tiene el peso de lo que perdura, no de lo que se pierde”. 

Piensa en las cosas que perduran, dos placas, con nombre, pero sin collar, la rutina, el dolor, y la inevitable tarea de limpiar los areneros de los gatos, Úrsula, Remedios y Olivia siguen aquí. Limpiar los areneros de los gatos es también el destino, piensa, el destino es también una cuestión de clase. El agua ahora está a ras de cuello, las piedras, por la espalda y la cabeza.

Le gustaría tener un mattang, pensar que su vida está regida por hilos y conchas, dejarse llevar por la marea, confiar. Los personajes empiezan a golpearlo, Sofía, Ana, Luciano, encuentra un poco de sí en cada uno, pero a la vez no es ninguno. Este libro, es un mattang que se está descubriendo ante sí, poco a poco aprende a leerlo.

A y P se plantean la posibilidad de que alguno un día desaparezca, esta ciudad es cada vez más peligrosa, aunque vive a cinco cuadras de su trabajo, sale ya entrada la noche y esas cinco cuadras cada vez parecen menos suficientes. Han decidido marcar sus huellas en un trozo de cartulina, veinte dedos, dos nombres incompletos, la ventana abierta, por si acaso.

Sofía y Ulani le recuerdan mucho a P, le cuenta la historia de ellas y P ríe, la complicidad, saber encontrar la calma en estas aguas turbulentas, con esfuerzo, la casa se ha convertido en su Marae. 

Piensa en sus fantasmas, los que se fueron, los que tendrá, y los que siguen aquí, pero decidió convertirlos en fantasmas. Toca sus heridas con las huellas marcadas en la cartulina, quiere creer, desconfía, busca, la literatura cura, hiere, es también un mattang, una terapia, creer en los horóscopos. No cree en dios, tampoco en el diablo y mucho menos en el destino, pero cree en la literatura, que algo tiene de todo lo anterior, y que suple también a lo de antes. Tal vez, solo dentro de la literatura se permite creer en el destino, recuerda a Bolaño: “A la literatura nunca se llega por azar, que te quede bien claro, es, digamos el destino ¿sí? Un destino oscuro, una serie de circunstancias que te hacen escoger. Y tú siempre has sabido que ese es tu camino”.

Se ha dejado llevar, por la manera, le han golpeado las estatuas y las piedras sin pulir, de ningún libro se sale ileso, piensa, pero está aquí, compartiendo una mesa con personas que admira, quiere, ante todo, romantizar lo que sucede, intentar sobrevivir, pero aterriza, piedras enormes atan sus agujetas, sabe que esto terminará pronto, y que, al llegar a casa tendrá que limpiar los areneros de los gatos. Lo cierto es que, si él desaparece, si por azar o por destino, habitara en esa ciudad distópica que se parece a esta, desaparece, y además se convierte en estatua, pediría, ante todo, que lo hagan polvo y lo viertan en el arenero de los gatos.




Ángel Hurtado

(Morelia 1999) egresado de la licenciatura en Lengua y Literaturas hispánicas por la UMSNH, librero y promotor de lectura.

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