Sobre “Para las cinco cuerdas” de Raúl Eduardo González

Ángel Hurtado 

Cada vez que a A le preguntan por sus estudios en la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas responde que acaba de terminar la carrera, acaba: presente simple, acción, ahora. Lo cierto es que hace ya casi dos años que A terminó de estudiar letras, y aunque todavía no se titula, ahora cae en la cuenta que debe dejar de decir acaba, conjugar en otro tiempo. Tal vez es de esta forma, inconsciente, A rechaza la idea de haber terminado la carrera, porque en el fondo siente que no terminó del todo, no todavía. Quizá fue por culpa de esa nueva epidemia que se atravesó en medio del camino, o porque en el fondo siente que debe algo, que pudo haberlo hecho mejor.

Para A estudiar letras fue una de las mejores cosas que le pudo haber pasado, pero en ese momento para él, la vida corría entre muchos grises que adquirían otros colores cuando entraba a la facultad. Trabajar y estudiar al mismo tiempo no es sencillo, más pronto que tarde, uno termina quedando mal con alguna de las dos responsabilidades, en el caso de A fue con las dos, llegaba tarde al trabajo casi todos los días y además tenía que retirarse temprano para intentar llegar temprano a clases, corría algunas largas cuadras del Centro Histórico, no sin antes haberse comprado en algún lugar una torta de milanesa o unos tacos de perro, aunque le gustaban más los tacos, se obligaba a comer tortas de milanesa con verdura más seguido por intentar comer más sano, pero a veces no había de otra, los taquitos de dos pesos los preparaban más rápido y si tenía suerte llegaba rayando apenas unos diez minutos tarde después de que la clase ya había empezado, nunca, ni una sola vez pudo llegar puntual.

Es en este punto de la historia donde aparece R, el profesor de Literatura mexicana II de A, martes y jueves de tres a cinco de la tarde. Quiero decir esto desde afuera, desde el A que ahora escribe hasta aquél A que corría por el centro con su torta de milanesa en una bolsita de plástico y su boing de mango, ese A que corría intentando llegar a tiempo por la única razón de creer que la Literatura cambiaría al mundo. Cuando A llegaba a clases, además de llegar tarde y jamás negarle la entrada, A siempre comía en la clase de R dejando un olor a torta de milanesa o a tacos de perro por todo el salón mientras intentaba poner atención. R jamás cuestionó o fue antiempático con el hecho de que A comiera en clases. Pero eso no era todo. Lo siguiente, confiesa con pena, es quizá una de las razones por las cuales A recuerda con mucho cariño y admiración a R. A se quedó dormido en muchas de las clases de R. Jura que intentaba mantenerse despierto, a veces, si le había ido bien en propinas por la mañana en el trabajo, además de la torta llegaba también con un café y eso le ayudaba, pero en otras ocasiones, nada era capaz de mantenerlo en vida, atento, con los ojos abiertos.

Para A quedarse dormido en clase, sobre todo en la clase de R, representaba una profunda pena, A jura que no era falta de interés, era cansancio, el calor, la vida adulta, la vida. Ahora en retrospectiva, A piensa ¿Por qué R jamás se molestó? ¿Por qué nunca lo sacó de clase? Pese a que siempre hacía las lecturas que R le dejaba de tarea, no podía mantenerse despierto. Si a A le hubiera pasado al revés y estuviera en los zapatos de R, sentiría mucha tristeza, pensaría que al alumno no le interesa lo que digo, la literatura, que jamás se dedicará a la literatura, pero a A realmente le interesaba, le interesa.

El camino de A fue andando, un día pensó que tenía talento para escribir, publicó un pequeño poemario y R le escribió para la presentación del mismo unas décimas bastante amables. Hoy, intenta, de algún modo, devolver ese gesto.

Piensa ahora que no todo fue en vano, pese a las incontables horas en que se quedó dormido no sólo en las clases de R sino también en las de muchos otros profesores, puede decir que aprendió algunas cosas, de literatura y de la vida, y sobre todo de lo que quiere ser, y cuando llegue a ser profesor, será como R en muchos aspectos, sobre todo, dejará que los alumnos coman en su clase, y si lo necesitan, que descansen sobre la butaca y sueñen que la literatura puede cambiar al mundo, mientras él lee un fragmento de Santa de Federico Gamboa.

Para las cinco cuerdas: glosas y valonas, recupera las tradiciones de la lengua, la lengua como lo que es, un ser que se mueve con soltura. Ya venga del canto popular, de dichos o de grandes poetas, pasando por el humor en todos sus sentidos, hasta llegar a una de las partes más nobles como lo es el homenaje, en estas valonas encontramos sobre todo muchos fragmentos de la esencia de Raúl Eduardo, su vida, sus gustos, su sentido del humor, su manera de ser y agradecer a quienes han marcado la palabra y, sobre todo, la nobleza de ese profesor que dejaba que sus alumnos comieran tortas de milanesa y tacos de perro en sus clases.

Imagen de portada: Ilustración del libro Para las cinco cuerdas



Ángel Hurtado

(Morelia 1999) egresado de la licenciatura en Lengua y Literaturas hispánicas por la UMSNH, librero y promotor de lectura.

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