Sobre “Restos” de Jesús González

Ángel Hurtado

Van varias madrugadas que a A lo despierta el llanto de los gatos en las azoteas de enfrente. La calle de Galeana está maldita, puente entre el centro y la periferia, no importa si la recorres en sus horas pico o cuando se queda desierta, aquí siempre te sientes sólo, aquí la cantera no hace eco, aquí se requieren los ojos de Cerbero para poder cruzar. A no sabe cuánto tiempo lleva viviendo esa manada de gatos en las azoteas. Sabe que cada par de meses nacen entre tres o cuatro gatos, sabe que no hay nada que los cubra de la lluvia, sabe que, por alguna razón, aunque no dejen de nacer gatos, cada vez hay menos gatos. La primera vez que vio a los gatos contó veinticinco, desde hace meses no pasan de los quince. Sabe también, o cree saber, que alguien los está matando. En algunas madrugadas escucha un grito de dolor profundo emitido por algún gato, no es un grito de apareamiento ni una pelea clandestina de gatos, es diferente, más doloroso, más fuerte, más mortal, mucho más. 

Anoche el grito fue todavía más fuerte de lo normal, A no consigue seguir durmiendo y sale al balcón a fumarse un cigarro. Piensa en Restos, en los restos de los gatos que dejó de ver y en los restos de los gatos que nacieron hace tres semanas. Imagina un gato sin ojos y piensa en el verbo matar y sus posibles conjugaciones, recuerda entonces por qué dejó, meses antes, de salir al balcón a fumar de madrugada. Recuerda los dos levantones que le tocó ver, las camionetas en sentido contrario, el rugir del motor de una Ford Lobo, los tipos armados que se bajaron del carro blanco, la violencia, la forma en que se fueron de ahí, aunque no lo puede asegurar, A recuerda el destino del sujeto al que subieron al coche, fue por un momento una vaca que ve a otra pasar con rumbo al matadero.

Recuerda también la ocasión en la que presenció un intento de feminicidio, y de cómo hubo alguien, uno, que alzó la voz en medio de aquella oscuridad para evitarlo y en cadena, varios vecinos salieron, ese grito le salvó la vida. Esa noche fue la primera vez que alguien más le dijo a A que la calle de Galeana estaba maldita. Recuerda el estruendo de los choques en la misma esquina de siempre, los gritos después de un asalto y los pasos que corren desesperados, justo entonces, A piensa en la voz narrativa de Restos, en cómo se introdujo en una botella, A quisiera bajar a la calle, mirar hacia arriba y esperar atrapar los restos del mensaje, los trozos de cristal o de silencio.

El grito de un gato interrumpe los pensamientos de A, tiembla, ya no tiene más cigarros, imagina por un momento ser un fantasma y poder flotar en medio de la calle de Galeana, asustar a los que asaltan, los que levantan, matan, averiguar de una vez por todas qué carajos está pasando con los gatos.

Es probable que A siempre haya sido un fantasma. Está amaneciendo, A lee el último poema de Restos, aunque se sabe mortal, ha dejado de sentirse sólo, pero tiene una certeza, le gustaría, antes de que salga el sol, poder sacar sus ojos de sus cuencas y arrancarse lo que hay dentro de los oídos, dejar de escuchar el llanto de los gatos, la violencia.

Un perro ladra a lo lejos, aquí no hay gallos que anuncien el amanecer, la calle de Galeana está maldita.






Ángel Hurtado

(Morelia 1999) egresado de la licenciatura en Lengua y Literaturas hispánicas por la UMSNH, librero y promotor de lectura.

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