Algunas pedradas para no pecar de lector

Noé Almaguer

Se disfrutará la lectura o mejor que no sea.

Recuerdo que estando en la prepa, allá por el 2013, estaba leyendo El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, y que mientras avanzaba el libro aprendí mucho, pero también fui embargado por una sensación de agotamiento que mantuvo mi de lectura a un ritmo doloroso, como de cervatillo moribundo. Uno de mis mejores amigo de aquella época, con quien compartía el amor por la lectura, Miguel Franco Arellano, al verme todo demolido por mi insaltable compromiso de terminar todo libro que empezaba, me dijo algo que tardé años en comprender: Amigo, la lectura es para disfrutarla, si ya no estás feliz con el libro, déjalo. Después lo retomas. Y, aunque me causó ruido su consejo, no le hice caso. No dejé el libro hasta que lo terminé un mes después, sin ningún optimismo por acercarme a otro texto del premio Nobel mexicano.

A diez años de aquél pasaje, un amigo y yo organizamos un conversatorio sobre clubes de lectura, para el que invitamos a tres personas más que también organizan estos espacios. En la sesión se habló de bastantes cosas, pero algunos de los asuntos que tomaron más relevancia fueron los derechos del lector, entre los que destacaron el derecho fundamental a no leer—que de ser tan obvio resulta ignorado—, y el derecho a no terminar un libro—que de ser tan legítimo, para algunos es intolerable—.

En torno a estos temas, cada participante compartió su experiencia como lector y como organizador de espacios para leer. Se concretó que un club de lectura es un sitio donde el lector tiene el derecho a sentirse cómodo, sin el rigor del áurea académica, sin la obligación perentoria de leer porque sí, y con la libertad de terminar un volumen que no está gustando; un momento donde expresarse sin miramientos es esencial pero tampoco una regla; y sobre todo, un área donde los libros son el pretexto para hablar de nosotros y de cualquier otra cosa. 

El club de lectura: una trinchera para poder ser un poquito más nosotros mismos. 

Borges profesaba que el libro era una forma de felicidad.  Que el libro no debe requerir esfuerzo.

Es cierto, los textos difíciles existen, los libros herméticos son ineludibles en una carrera universitaria o en la educación autodidactica; incluso, a veces no es opcional no leer un libro o no terminarlo. No busco ignorar estas realidades, sino hablar de esta otra: la de leer por placer o no leer también por placer.

En torno al acto de leer hay muchos equívocos: que los libros te hacen más inteligente, que agudizan la sensibilidad, que te permiten empatizar con lo otros y que —tal vez el peor de todos— te hace mejor persona. Lo que deja a los no lectores como unos alienados seres que están a punto de matarse entre sí por su falta de cultura y formación ética, cuando podemos encontrar grupos en Facebook donde las opiniones narcisistas y las ideas de supremacía lectora pueden ser suficientes cianurícos para diezmar la raza humana.

Ricardo Dudda en su texto Por qué no leer publicado en la revista digital ethic, expresa: Hay lectores que defienden la lectura como si estuvieran hablando de la virtudes de comer fruta o ir al gimnasio. 

Y es cierto, hay quiénes creen que sobre sus hombros de comprometidos y avezados lecturianos recae el peso de salvar el mundo, como si la literatura y sus esbirros fueran los únicos con capacidad de llevar a cabo ésta utópica faena.

Defender la lectura como algo utilitario o como deber cívico indica, entonces, que estos militantes ven más la lectura como un esfuerzo por mantenerse en el régimen alimenticio que como un acto de placer. 

Existen miles de personas que no leen y viven con esa comodidad —o sin ese privilegio—, dedicando su ocio  a otros venenos. Dentro de este sector hay quiénes se sienten culpables por no tener un hábito de leer —incentivado por los estándares de lo que debería hacer un ciudadano modelo, entre los que se numera el de leer mínimo un libro al mes—. 

Dudda cuenta en el mismo artículo que se encuentra con frecuencia personas “no lectoras” que se lo confiesan como si de un pecado se tratara. Lo que habla del nivel tan enraizado que tiene la idea de que no leer es un acto de reproche, como el estigma alrededor del leproso. 

Leer, como casi todo, es muchas cosas al mismo tiempo: un acto revolucionario —y al mismo tiempo un privilegio—, una forma de resistir —y una manera de doblegarnos—, subversividad —y adoctrinamiento— dicha —y sufrimiento—, rememorar —y una forma de comprar olvido—, un acercamiento al otro — y la razón para odiarlo—, una carta de amor —y un testamento—, una pedrada bien dada, una profunda cicatriz, un reclamo, la prefiguración de la locura, un flagelo, onanismo mental, un viaje, un barco, un naufragio; el sentido de la vida, las razones para regalarnos a la muerte. 

Sólo quiero puntualizar algunas cosas: ni leer es benevolencia, ni no hacerlo es motivo de pecado. 

Leer no es garantía de nada, mucho menos de la salvación de tu alma.

Ya lo dijo Leila Guerriero: La ausencia de prejuicios es un arte para el que hay que tener coraje.




Imagen de portada: Evgeni Tcherkasski en Pixabay

Noé Almaguer Zúñiga

Originario de Irapuato. Estudió en la facultad de Literatura y lenguas hispánicas. Radica actualmente en Morelia, Michoacán. Se dedica a la gestión cultural por medio de la labor libresca, intenta no dar pataleadas de ciego en el campo de la creación literaria. Amante de la novela negra y lee con devoción a Roberto Bolaño y Leila Guerriero. A partir de ahí siente el compromiso de mirar agudamente y narrar lo visto. No disfruta escribir pero sí cuando termina de hacerlo.

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