Crónica de cómo odié un libro… sin siquiera haberlo leído

Ulises FonMadri 

Hace unos días, uno de mis pocos amigos del escabroso mundo del periodismo en Michoacán, Manuel Guevara, publicó en redes que actualmente hay una mayor preocupación entre los creadores de contenido por ser objetos de una cancelación antes que por ser buenas personas. 

Pienso que es una observación acertada. Pero a partir de ahí me pregunté si el acto de cancelar a un creador de contenido, porque agredió a otra persona o habló en contra de los indígenas o acosó a alguien ¿es lo contrario de esa regla canónica que pide separar autor –o autora- de su obra? Mas todavía, ¿no es una forma de promoción indirecta?, después de todo, hay quienes piensan que no hay mala publicidad. 

En todo caso, vislumbro a esa norma con la que se pretende separar autor de obra, como un monumento lleno de fisuras, más todavía en esta época de pugnas entre grupos antagonistas, los que luchan por generar cambios y los que se resisten a ello. Entiendo que hay una búsqueda por objetividad en ese canon, aunque también considero que dicho mandato llega a chocar con las subjetividades de espectadores, escuchas y, en el caso que nos ocupa ahora, lectores. Pues sí, existen nuestras emociones, condiciones y personalísimos espacios. 

En ese sentido, confieso que no leeré nunca a gringos como Orson Scott Card, a figuras del canon latinoamericano como Vargas Llosa, a la vaca sagrada de las letras mexicanas que es Octavio Paz ni tampoco a algunos michoacanos. Y es que esta última cancelación ya la hice con un escritor, justo después de comprar su libro e incluso realizarle una nota.     

Antes de referir los por qué, anotaré con brevedad que el entusiasmo acompaña a la gran mayoría de los libros que, por una u otra razón, llegan hasta los rincones de mi casa; indolencia me genera la lectura de algunos otros y sí, hay títulos por los cuales he sentido repulsión. Lo curioso en este caso, fue la rápida transformación de emociones generada por un libro de mini ficciones, aunque no por su contenido, pues leí nada de él. 

Fue como dicen que ocurre con el amor y el odio, pero entonces ¿del entusiasmo a la repulsión también hay un sólo paso y viceversa?; no lo sé, quizá funciona distinto para cada persona. Pero en mi caso podría argumentar que la cuestión consistió en conocer al autor y darle mucha importancia a sus pretensiones. A este individuo le llamaré Señorcito. 

Compré el libro de minificciones de Señorcito con el firme interés de leer sus historias –ocurrencias vanas, dirían quienes vilipendian ese género-, cosa que asesinó el esnobismo clasista del autor. Entre otras cosas, nuestro autor se sentía capacitado, sólo por el hecho de haber estudiado Letras hispánicas, para ningunear a quienes no se dedican a la ficción; además, se alineó con una Secta de escribientes. Esta era -¿o será todavía?- un colectivo formado en Morelia, con integrantes interesados en promover la literatura, aunque también lograron cultivaron un significativo número de haters, al parecer debido a prácticas tendientes al compadrazgo, la corrupción y la exclusión. 

Y sin embargo la decisión de no leerlo y además sacar su libro de mis estantes podría ser juzgada como una acción infantil, pero yo la veo como algo válido. Después de todo, si una feminista decide cortar amistad con el vato al que considera machista o si los indígenas deciden alejarse de quienes menosprecian sus lenguas, ¿por qué no habría de hacer lo mismo con los príncipes letrados que desprecian a sus lectores? 

Resulta obvio que no me iba a forzar a aprender a separar la obra del autor, pensé en deshacerme de ese ejemplar, recuperar el dinero y seguir con la lectura de otros libros, que por cierto hay de sobra en el mundo. Sin embargo, por pretenciosos que fueran (o sigan siendo) Señorcito y La Secta, todavía son mundialmente desconocidos y colocar esa obra de minificciones en una librería o en las manos de algún lector se convirtió en una misión complicada. Aún así fui en busca de ese objetivo. 

La primer parada fue en la librería Juárez. Huelga decir que antes de ofrecer la colección de minificciones, había armado en mi cabeza un discurso para vender a Señorcito como una voz joven e interesante, que ya había sido publicado en Francia gracias a internet. Pero no pude, pues el librero fue claro y contundente en cuanto vio ese título mundialmente desconocido: “no me interesa”. 

Salí en busca de otra opción. No me quise desgastar en hacer gestiones dentro de alguna cadena -¿ya dije que Señorcito es mundialmente desconocido?- entonces aposté por la cercanía de otra librería local. 

Fui al Traspatio Librería cargado con más esperanza que en la estación anterior. El punto a favor: ese libro de minificciones fue publicado por una editorial independiente, cosa positiva puesto que ese lugar apuesta por la bibliodiversidad. El punto en contra: El Traspario es un espacio feminista y La Secta no era conocida precisamente  por ser un referente o aliado del feminismo, además de que Señorcito es varón hetero y cis. Pero no perdí el ánimo. Al llegar no encontré a la directora, sino a otra librera encargada –de cuyo nombre no me acuerdo a propósito-, la cual también fue contundente cuando vio el libro: “no me gusta como escribe”. No insistí. 

Caminé por las calles del centro histórico moreliano en busca de otra librería y después de atravesar unas diez cuadras bajo el sol de marzo, llegué a un lugar repleto de títulos usados. El librero también fue claro y contundente: “el libro de él o de cualquiera de ellos (La Secta) casi no se venden, de los michoacanos el único que tiene rating es Gaspar Aguilera; de este no te lo van a comprar o a lo mucho te van a dar 10 o 20 pesos”.  

Pude haber pensado que obtener algo, por mínimo que fuera, ya consistía en un triunfo, pero no lo vi así, por lo cual no dejé ese libro de minificciones tampoco ahí. Salí de esa librería y fui a refugiarme en las escaleras que dan acceso al el café del teatro Ocampo. Aunque, para ser más preciso fui a tratar de gestionar la sensación de fracaso.  

Pero en ese momento el universo fue generoso, porque justo en las escaleras que conectan al lobby con el café, una amiga descendía con algo de prisa para alcanzar a llegar a su trabajo. No obstante, tuvo el tiempo suficiente para detenerse a saludar e incluso para saber de mi intento por vender el libro de Señorcito. 

Aquí viene el por qué digo que el universo fue generoso: es una compañera lectora, que justo había ido al café antes de iniciar una larga jornada de trabajo. Fue justamente por ello que me compró el libro, no por la cantidad que costó inicialmente, pero sí por un monto mayor al que me ofrecían en la última librería. 

Y sin embargo, tampoco me sentí triunfante, porque ella no conocía a Señorcito ni a nada de lo que él ha escrito, pero compró ese libro debido al vínculo entre ambos. En sus ojos se veía el brillo de una persona contenta, pero yo sentí como si le hubiese estafado, pues mi intención primordial era deshacerme de una obra hecha por Señorcito, al que había cancelado.  

Esto nos lleva de regreso a la cuestión de si cancelar, no hacerlo y qué tan congruente es realizar esto. Aunque, para ser honesto, no tengo sino más preguntas que respuestas porque ¿en realidad tenemos la calidad moral para cancelar a alguien? O más aún ¿en qué medida ayuda eso al cambio social o del individuo en cancelado? 

En todo caso, lo que puedo proponer es utilizar a la cancelación no sólo como una herramienta –si es que cabe dicha palabra- para funar en redes sociales a las personas que son amantes de los paradigmas de pensamiento rancios, sino como un recurso encaminado a establecer límites personales. 

Lo que sí tengo más claro es mi personalísima postura respecto a la regla de separar a autor de obra, sobre la cual considero que se trata de un recurso por completo válido, más no absoluto, por herético que esto pueda parecer a los delicados ojos académicos.     

Ahora que lo pienso también, el mundo de la literatura debería valorar más a las personas que se dedican a la promoción y la difusión literaria, dado lo difícil que es encontrar lectores para plumas mundialmente desconocidas. Considero también que, en general, los lectores necesitamos ser muy cuidadosos respecto a nuestra interacción con la mayoría de autores. ¿Seguirles en redes?, eso ya es decisión de ustedes. 


Imagen de portada: Pixabay



Ulises FonMadri

Milenial tapatío de nacimiento pero moreliano por adopción.

He chambeado en medios (La Jornada, RedLab, El Sol de Morelia), en proyectos vinculados a lo educativo (Fotoviva, La Paleta de Dalí y Juguemos a Grabar), en el Festival de Música de Morelia, un poco en gobierno federal (FIRA) y una editorial cuyo nombre prefiero olvidar.

Tengo un perrito con el que camino kilómetros, plantas, me gusta escribir y dibujar pero lo mío mío es leer.

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