Del tsundoku a la desacralización del libro

Noé Almaguer

Un libro tiene la potencialidad de ser muchas cosas, casi como cualquier otro objeto. 

Puede ser parte de la decoración de una sala. Artículo de presunción. Si lo sumamos a un librero de pared completa, es el fondo perfecto para la foto ideal. Tal vez funge como un portavasos, un pisapapeles, tope de puerta, almohada, costal de box, escondite de celular telefónico. 

En ocasiones, hasta ha desempeñado la función de contrapeso en la mochila −para que no se sienta tan vacía−; otras, hasta de blindaje anti-balas bajo el saco −o al menos es lo que sugiere Hollywood−. Sin duda, también ha sido constancia de presunta cultura −o estupidez, dependiendo del libro y de quien juzgue−; combustible para una hoguera; incluso, hasta − de acuerdo con ciertas ficciones− portador de veneno, hongos y armas. 

En muchos momentos es una buena compañía, pero en otras tantas −más de las que quisiéramos− no ha pasado de ser pura y neta acumulación. Dicho de otra forma: relleno de estante, adulación para narcisos, orgullo superficial, hematoma de escritorio, ausencia irreparable en la forma de pensar, herida que atraviesa el tiempo muerto, tajadas de jamón para alimañas y trinchera de humedades. 

En fin, un estante de libros sin leer es el reproche que acosadoramente acusa las horas naufragadas de los lectores sin orden ni rigor que poblamos este valle de lágrimas. 

Para cualquier persona que se identifique como lector, le resulta familiar esta circunstancia de tener varios − o muchísimos− libros apilados y en situación de “pendientes por leer”. Cada uno se lo toma de forma diferente. Hay quienes son embargados por la culpa y hay otros que la impasibilidad los habita. Evidentemente hay matices entre estas dos reacciones, pero la mayoría de los acumuladores de libros podemos entrar en alguno de los tres campos en que nos categoriza Seiiti Arata, instructor de productividad personal y fundador de Arata Academy

De acuerdo con Seiiti existen los bibliófilos, quienes sienten amor, gozo y alegría por estar rodeados de libros, aunque no los hayan leído; los bibliómanos, que están poseídos por la aversión patológica de adquirir libros hasta perjudicar su calidad de vida; y los adeptos al tsundoku. Esta expresión viene del japonés y designa la actitud de conseguir libros, no leerlos y empezar a sentir culpa. Este comportamiento va acompañado de una seria intensión de leerlos, el tsundokita tiene esperanzas en que habrá tiempo para leerlos todos, pero le aqueja la culpa y la ansiedad cuando se ve en el dilema de comprar más sin haber terminado con los anteriores.

El instructor señala que ésto se debe a que este tipo de lector− o acumulador de libros− no cuenta con un sistema eficaz de lectura, o, si lo tiene, no lo sigue con rigurosidad. 

Por lo anterior, Arata invita a la organización y la disciplina, pues considera que son formas de anular la culpa y la ansiedad ante la cantidad abrumadora de ejemplares sin leer. 

Además, Seiiti hace una apología pragmática del libro, con la que defiende que éste tiene el fin principal de ser leído, de transmitir conocimiento; por ende, darle el uso adecuado puede influir de manera positiva en nuestra vida diaria, como aprender a usar las demás cosas para lo que son. 

Esta visión parte de la filosofía oriental, que propone equilibrio y cierto minimalismo, lo que incluye no tener cosas que resulten estar demás, y dentro de ésto destaca la actitud de acumular cosas; postura que ha ido tomando más fuerza a nivel global, contraponiéndose al consumismo capitalista. 

El fundador de Arata Academy también propone que el libro debiera dejar de ser visto como un fetiche−un objeto que se tiene que mantener impoluto−, por lo que asegura es mejor un libro manoseado que ha ofrecido información, que un libro impecable que no ha sido tocado.

Esta idea sagrada del libro la hemos adoptado históricamente. 

En la antigüedad sólo muy pocos podían acceder al aprendizaje de la lectura y la escritura. Estos privilegios estaban reservados para los que se dedicaban a intervenir entre la tierra y las deidades. Éstos tenían, entre sus deberes, que escribir los textos oficiales y religiosos. 

En Europa, durante la Edad Media, los eruditos y los copistas− que transcribían los textos y grabados− eran los que podían acercarse a los textos, que normalmente eran de índole prescriptiva o mística, por lo que eran considerados de mucho valor, no sólo por los materiales con los que se hacían los libros− pieles, tintas con especias difíciles de conseguir y papel−, sino también por el trabajo delicado y minucioso de transcribir cada palabras y los detallados grabados, que en muchas ocasiones eran auténticas manifestaciones artísticas. Todo ésto aunado a la connotación sagrada de la hegemonía católica. 

Aún con la invención de la imprenta, los que mantenían acceso a los libros siguieron siendo los privilegiados económicamente. Y, aunque la lectura se popularizó apenas hace unos doscientos años, leer no está al alcance de todos. 

Entonces, la idea histórica del libro como privilegio —como objeto de saber y por lo tanto sagrado—, ha alimentado la actitud del fetiche ante el libro. 

Estoy de acuerdo con Seiiti respecto al sistema riguroso de lectura si uno quiere paliar la concupiscencia de los libros adquiridos y apilados, pero aspirar a ser feliz con sólo rodearse de libros sin ton ni son tampoco me resulta una idea deleznable.

Hay que aceptar mansamente que esta vida no alcanza para leer todo lo que queremos, que la muerte no da plazos de entrega y que la vida ofrece muchas otras cosas, a las que los libros están muy lejos por acercarnos. No por nada el escritor Adolfo Bioy Casare afirmaba que la otra aventura era la lectura y que la primera era, seguramente, la vida misma

Hay que decir una obviedad: cada uno tiene derecho a hacer lo que quiera con sus libros −comprarlos, guardarlos, olvidarlos, regalarlos, usar sus hojas como papel higiénico o envoltura de regalo, y un prolongado etcétera de opciones más−. Ahora, también hay que decir algo que no es obvio y que está lejos de ser un absoluto: rayar y subrayar sistemática y aleatoriamente un libro es una forma de hacerlo nuestro. Desacralizar los libros nos permite apropiarnos de ellos de una forma más íntima. Cuando hacemos anotaciones en sus márgenes, entre sus líneas, e, incluso, sobre las mismas letras, ese libro −que cuenta con cientos o miles de ejemplare idénticos a él− deja de ser ese libro y pasa a ser un ejemplar más único −digo más único porque ha empezado a serlo desde el momento en que cada lector lo lee y lo llena de forma mental con sus remitentes− ya que ahora el tomo está tatuado por nuestras impresiones, evidenciando así las imparable cualidad de la literatura de siempre decir mucho más de lo que un autor haya querido decir.

Démonos la oportunidad de des-fetichizar nuestros libros. Hay personas que se jactan de ser subversivos, sacralizadores de los tabúes; dan las gracias a los textos por haberles enseñado a no ser inmaculadas ovejitas, pero tienen bibliotecas tan límpidas que cualquiera podría llegar a preguntarse si en realidad eso libros fueron usados. Como si el libro, por ser libro, estuviera exento de la profanación. 

Leamos y seamos felices; no leamos y sintámonos libres de culpas; leamos, pero no lancemos la primera piedra, y mucho menos no leamos y tiremos la primera pedrada; adquiramos libros y leámoslos; consigamos libros y no leámoslos. Matemos la culpa. Llenemos esas horas con texto. Derramemos la sangre del ocio y también la del reproche lector. Profanemos nuestros libros. Retorzámosle el cuello a ese cisne. No hay que dejar a los libros libres de hacerlos un depositario nuestro. Mancillemos sus páginas. Atravesémosles chorros de autotextos y tinta fosforescente; si no lo hacemos corremos el riesgo de no saber qué potencialidades tiene ese ejemplar para nosotros, lo que equivale a condenarnos a nosotros mismos. O cuidemos nuestros libros, mantengámoslos impolutos, virginales y después esperemos a que asciendan a los cielos y quedémonos solos. O hagan lo que quieran con sus libros, procurando no sufrir con el malabarismo de su elección. 

Sólo hay un pecado que los libros no perdonan desde su impotencia de artículo inanimado: vivir suntuosamente abrazados a la más pútrida indiferencia. 

Imagen de portada: Noé Almaguer

Noé Almaguer Zúñiga

Originario de Irapuato. Estudió en la facultad de Literatura y lenguas hispánicas. Radica actualmente en Morelia, Michoacán. Se dedica a la gestión cultural por medio de la labor libresca, intenta no dar pataleadas de ciego en el campo de la creación literaria. Amante de la novela negra y lee con devoción a Roberto Bolaño y Leila Guerriero. A partir de ahí siente el compromiso de mirar agudamente y narrar lo visto. No disfruta escribir pero sí cuando termina de hacerlo.

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