Alejandro Hosne: Ella me invitó a ir al bosque

Alejandro Hosne

No creí que fuera a ser mi primera vez, no estaba desarrollado todavía. Acababa de cumplir once años y la posibilidad de adentrarme en un cuerpo femenino se reducía a una fantasía permeada de confuso erotismo y escasa humedad. Hablábamos todo el tiempo de esto con mis amigos, de una manera infantil y repetitiva. (Estábamos en dictadura, la gente joven no va a entender lo que es crecer dentro de una cárcel moral así. Hay que aclarar que la gente vieja que lo vivió, en su mayoría, lo entiende menos, incluso hoy en día). En fin, la cuestión es que ninguno de nosotros se había desarrollado, así que sólo eran charlas estúpidas sobre los placeres que, supuestamente, nos esperaban más adelante.

Ese día, un día cualquiera, pensé que quizá la fantasía se podría hacer realidad. Me agarró de sorpresa, sin anuncio, como suele pasar en esos contados momentos de la vida: un simple instante, de la nada, se hace memorable.

Después del colegio fui a buscar a un compañero de grado para salir a vaguear. Vivíamos en un pueblo y salir a dar vueltas en bici con amigos era lo cotidiano. Muchas madres lo llamaban, con desdén, vaguear. Mi compañero había salido. Me abrió la puerta una de sus hermanas y me invitó a pasar, muy amable. Estaba sola en la casa. Nos sentamos en la mesa del comedor diario y quién sabe de qué hablamos. Más bien ella preguntaba y yo respondía. Me imagino sentado con la boca abierta y los pies colgando de la silla. No puede haber sido tan así, mi estatura era de hombrecito, pero los recuerdos suelen adaptarse al sentimiento de la situación y me sentía un nene alelado por la belleza de la chica, con los piecitos moviéndose en el aire. Ella tenía diecisiete años y un cuerpo de mujer; desarrollada, alta, con curvas suficientes para hacerme querer dejar atrás todo tipo de niñez y falta de desarrollo. Me dejé llevar alegremente por sus preguntas, nunca había tenido oportunidad de cruzar más que una o dos palabras con ella. Bueno, ahora tampoco cruzaba palabras, sólo respondía. De pronto, en medio del interrogatorio amable, empezó a sonreírme y ser demasiado buena onda sin necesidad de serlo. Me dijo que mi amigo no iba a volver pronto. Creo que sonreí. ¡Quién sabe! Ya no era dueño de mis actos, y aunque no creo nunca haber sido dueño de mis actos, menos lo fui entonces. Lo que no entendía -mi cerebro se había desarrollado un poco más que mis genitales- era porqué esa chica demostraba tanto interés en un pendejo como yo. ¿No tenía amigos, novios o amigas de su edad con quién pasar el rato? Se la veía muy segura de sí misma, estaba maquillada a las cuatro de la tarde, ¿qué había detrás de tanta puesta en escena?

Y entonces vino la pregunta en forma de afirmación: ¿no querés ir al bosque? Supongo que dije que sí, lo más probable es que no llegara a abrir la boca. Acto seguido, la hermana mayor enfilaba para la puerta y yo iba atrás. Agarró una guitarra y alegre me señaló el camino. Supuse que la guitarra era para entrar en clima. ¿En clima de qué? ¿Una excusa de su parte? ¿Una chica así necesitaba excusas? No entendía nada, igual la seguí, y la hubiera seguido hasta el final del pueblo de ser necesario.

Debo aclarar -interrumpo, lo sé, pero es necesario- que había visto una película recientemente que me había hecho mucho daño. Cuando dicen que el cine puede dañar las mentes de los chicos, bueno, hay que creerlo. La que me traumó no fue Halloween ni la saga de Viernes 13, que ya había visto sin miedo ni entusiasmo, sino una olvidable película llamada Verano del ‘42, en la que (citaré de memoria, mi selectiva y tramposa memoria) un grupo de adolescentes tontos y pajeros pierden el tiempo en su pueblo, tal cual hacíamos mis amigos y yo. La única diferencia es que ellos eran más grandes. Uno del grupo, el protagonista, está enamorado de una mujer muy hermosa que espera que su marido vuelva de la guerra. El pibe la merodea con intenciones y ella apenas le presta atención, hasta que al final a la mujer le llega la noticia de que su marido murió en combate, y un día, destrozada y ausente, la mujer invita al chico a su casa, pone un disco, baila, toma whisky, y se lo coge, creo, sin dejar de llorar. La escena debía ser dramática aunque mi inmadura y egoísta cabeza de once años sólo veía a la mujer cogiéndose al pibe. ¡Suertudo él! ¡Qué importaba la guerra, la muerte y que el chico no gozara por verla llorar, coger era coger!

Y qué decir de esta chica, ahora, enfrente mío, en el claro del bosque, después de haber visto esa película… Caminaba dándome la espalda, agarrando la guitarra con una mano. Imaginé que haría algo parecido a la mujer de la peli, el cine me había adoctrinado muy bien: drama o no, trauma o no, los sueños se hacen realidad. O por lo menos alguien coge. La hermana de mi amigo no tenía marido que extrañara, ni novio, en verdad no recuerdo que hiciera nada (los hermanos y hermanas de mis amigos destacaban fácil entre nosotros por trabajar, estudiar o irse de viaje, cosas fantásticas porque nuestros padres no nos dejaban hacer ninguna de ellas). Como fuera, supuse que cogerse, o intentar cogerse, a un pibe -recuerden que yo no eyaculaba pero sabía que podía haber algún tipo de penetración si una mujer disponía de la perversión suficiente para enseñarme- venía a ser el motivo oculto detrás de la excusa de la guitarra. Eligió un breve espacio entre unos pinos y me dijo que me sentara frente a ella.

Me sonrió, desenfundó la guitarra y empezó lo que yo supuse sería un precalentamiento. Vi un hormiguero cerca mío y pensé si ese sería un buen lugar para desnudarse. Descarté el pensamiento enseguida; no dudaba que de sacarnos la ropa ella sabría no sólo cómo coger sino dónde ubicarse para que ninguna hormiga o bicho se interpusieran en nuestro encuentro de amor y perversión, que me transportarían a otra dimensión existencial.

Rasgó las cuerdas; yo sonreí, ella también. Estábamos al borde la primavera democrática y se escuchaban en las casas y en las calles a Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y rock argentino sin parar. Hasta el hartazgo, debo decir. Pensé que empezaría con algo del estilo, ahí me acordé que esta chica venía de familia de militares, así que resultaba improbable. ¡Qué importaba! Yo escucharía muy atento lo que fuera.

Afinó la voz y empezó. No presté atención a la canción, bastante fea, la verdad, hasta que empezó a mencionar a Jesús, y no una vez sino varias veces. Jesús era el protagonista, y después vino otra canción y Jesús también era el protagonista, y otra, y otra, y dale que dale con Jesús. Me quedé duro. Mi pito podía no estar a tono con la adultez (perdonarán que insista con el desarrollo sexual, es que esa etapa en un adolescente es muy complicada: hacer equilibrio entre lo que casi ya fue y lo que todavía no es confunde mucho) pero mi inteligencia se animaba a caminar solita y entendí que esto no podía terminar bien. O más bien, no terminaría en nada. La piba no llegaba a ser monja; incluso peor, a mis ojos -y mi triste pitito- había dejado de ser mujer. Ahora cerraba los ojos cuando cantaba y no paraba con Jesús, el fantasmagórico hombre de sus desvelos, desplegando el mismo erotismo que una pared de ladrillos. En general, las letras de canciones religiosas no aclaran que Jesús haga algo concreto; todos, todas le rinden su amor y él no contesta, le hacen contestar, te dicen que te ama, nunca dicen que él dijo que te ama, dicen que se desvivió por vos, nunca citan una frase suya que diga que se desvivió por vos. Jamás tiene voz propia el chabón (aunque el que menos voz tiene en sus representaciones terrenales es Dios, porque Dios, bueno, es más escurridizo que una estrella fugaz a los ojos de un ciego de nacimiento). Por fortuna para alguien, no para mí, Dios no aparecía en las letras, sólo su hijo. Nada de eso le importaba a la chica, claro, el amor de Jesús era lo máximo a lo que podía aspirar, estaba extasiada, mientras yo era un forzado escucha, ofendido por haber sido usado. Puteé a Verano del ’42 y lamenté no haber visto Viernes 13 III en su lugar (o Viernes 13 IV, no me acuerdo por cuál número iba en aquella época). Había calentura en la hermana mayor pero demasiado etérea, pacata y sin duda necrófila; su amado ser había muerto hacía dos mil años y ella lo invocaba como si estuviera por salir de atrás de un árbol para invitarla a bailar. O rezar. Cualquier tipo de depravación menos coger.

Por fin, en algún momento, el acoso no sexual cristiano de la piba terminó y volvimos a su casa sin retrasos. Me despidió con una sonrisa y me preguntó si me habían gustado las canciones. Dije que sí, y es lo único que recuerdo haber dicho esa tarde, por miedoso, por cobarde y, porque la verdad sea dicha, ella seguía siendo linda y su sonrisa me cautivaba totalmente. El pullover le seguía marcando las tetas de forma poco cristiana, o al menos poco cristiana para el Jesús que había convocado en su casto y benévolo aquelarre silvestre.

Volví a mi casa intuyendo que nunca ocurriría en mi vida nada parecido a Verano del ’42. Mi intuición fue muy certera, nunca ocurrió, tuve que crecer y buscarme mis propias mujeres, cultivar el amor y la labia para tener romances (el guión no cambia gran cosa con la adultez, salvo que el hombre y la mujer ya conocen cada giro posible y a veces prefieren ir al clímax antes que balbucear obviedades). Eso sí: nunca estuve con una mujer que me idolatrara con la pasión con que esa chica idolatraba a Jesús. Quizá era virgen también, quizá tenía fantasías prohibidas con el hijo de Dios, quizá no le importaba el sexo, o quizá lo practicaba con jóvenes ateos y violentos que no aceptaban que les cantara y esto a ella la calentaba y le ocasionaba una erótica culpa que luego expiaba cantando atrocidades a pendejos boludos e indefensos.

Al día siguiente, en la escuela, le conté a mi amigo que lo había ido a buscar la tarde anterior y que su hermana me había llevado al bosque para cantarme canciones.

¡Uy, sus canciones religiosas! -me dijo, haciendo una mueca de desagrado- ¡Pobre, que embole te habrás agarrado! A varios amigos les hizo lo mismo.

Con el tiempo, interpreté este tropiezo con la hermana mayor como un encuentro positivo. Después de todo, algo de perversión de su parte había.

Alejandro Hosne

Escritor y profesor argentino naturalizado mexicano. Autor de cuatro libros. Ha escrito guiones de cine, televisión y cómic. Ha publicado cuentos en revistas y periódicos. Trabajó como asistente de producción y dirección en varios largometrajes.

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