Entre puntos, líneas, libros y cine

Noé Almaguer 

Predomina un cielo gris panza de burro sobre el cielo del centro de Morelia. El cardumen de autos de la una de la tarde invade la avenida Morelos norte y la Calle del trabajo: hay de nuevo manifestación. Los morelianos nunca se han acostumbrado al embotellamiento por concentración. Entre la avenida y la calle se erige sin victoria una estatua a un tal Virrey de Mendoza. Nadie sabe quién es él, salvo algunos contados historiadores y guías turísticos. Sobre la Calle del trabajo hay una serie de negocios: infaltables abarrotes, artículos artísticos, vestidos, comida corrida, venta y compra de discos de vinil, bazares, peluquerías y, de manera casi improbable, existe un bazar de libros usados. Porque la gente no solo come, se viste, escucha música y se corta el pelo: la gente, contra todo pronóstico, también lee.

Desde el primer centímetro del negocio los libros acaparan el espacio. Primero pequeños estantes con revistas de cultura general, ejemplares populares y baratos; luego un estante de Best-sellers, y, en frente, comics y películas en DVD. Después, un estrecho pasillo acosado por libros a derecha e izquierda-novelas el primero y psicología, filosofía e historia el segundo-. Hay libros al fondo y también atrás del fondo; se acomodan también en la segunda planta, se apilan en el corredor, bajo los estantes; sobre pilas de libros hay más pilas de libros; también los hay encima, entre y debajo del mostrador. Los libros inundan los sentidos. El lugar es, sin duda, un recinto donde parece que solamente caben libros y ni un alma más. En la entrada se sostiene en lo alto un letrero: PUNTO Y LINEA. LIBRERÍA. El escenario libresco da la pinta de ser una estampa sacada de una película de Wes Anderson o de un libro de Umberto Eco. 

El librero encargado del lugar tiene razón al decir que su espacio de trabajo es “un templo del saber”. 

“Sí, sí. Por supuesto que el cine es importante”, afirma categóricamente un hombre de mediana edad, delgado, que viste una boina gris oscura, una guayabera verde cerceta con una pequeña bolsa al pecho que contiene un par de lapiceros; usa pantalón gris, unas botas cafés de notado uso, y lentes con listón que cuelgan de los hombros. El mismo hombre luce en sus manos un par de anillos roqueros, en el mentón una barba de quizá una semana, y en su piel de cincuenta años de usanza sobresalen un par de recientes tatuajes en cada brazo. Se ven como los tatuajes que significan mucho. Este hombre es librero y se llama Mario, solo Mario y ya.

Mario explica que es por medio del cine que mucha gente recibe la información y los mensajes que pueden ayudarlos o perjudicarlos, porque al fin y al cabo “mucha gente no le entra a los libros, mucho menos a los ensayos, periódicos y revistas. Por eso las películas importan, muchas personas ahí se informan”.

Mario también dice que es por medio del cine y los documentales que la gente conoce otras culturas, otras formas de vivir y de interpretar el mundo. Por esta razón, a veces, depende de la ocasión y el lector, se atreve a sugerir ver cine variado, ya que no solo existe el de Hollywood. “El cine no sólo es Estados Unidos, también es Cuba, Argentina, Japón, México y le resto de países”, señala el librero. 

Mario llega, si no tiene ningún pendiente burocrático, a las 11 de la mañana a la librería “Punto y Línea”. Acomoda libros, le da continuidad al material que acaba de llegar: los revisa, se informa sobre los títulos, los cataloga y los destina a los estantes correspondientes. Después de eso lo que toca es esperar a los clientes para darles atención, ya sea venderles los libros deseados, recomendarles otros ejemplares en caso de no contar con los que se buscan, y comprar libros. Hay gente que se ve en la necesidad de vender sus libros. Hay gente que se quiere deshacer de sus libros. Hay gente. Hay libros. Unos compran y otros los venden. 

La retroalimentación forma parte de la rutina. En el trato con el cliente se plática y se aprende. 

“Está padre porque aprendes más sobre libros y autores, ya que viene gente variada, desde niños hasta gente mayor y eso a mí me encanta”, explica el librero. 

Luego llega la hora de cerrar y ya estuvo. Se va a casa a descansar. 

Foto: Noé Almaguer

Mario nació en 1971 en el entonces Distrito Federal (D.F.). Ahí cursó sus estudios primarios, secundarios y su carrera técnica. 

Recuerda que sus primeros acercamientos a los libros fueron con lo cuentos que les compartía su maestra en el salón de la primaria. Eran historias que le movían algo. Quizá le empezaban a hacer sentir que era humano, aunque no supiera con precisión en qué consistía eso de ser humano. 

Fue en la secundaria cuando Mario tuvo la experiencia que lo definió como lector. Sucedió que en esa etapa —mientras leía a Tom Sawyer, Los Tres Mosqueteros, Anhelos de Vivir, Ciudades Desiertas, La Historia Interminable y a Sinuhé el Egipcio— que su maestra de la secundaria les preguntó a sus alumnos “A ver, ustedes que son lectores cuéntenme qué libro están leyendo”. Enseguida todos pasaron a referir qué libro leían y de qué se trataba. La maestra, entonces, preguntó cuántas páginas tenían los libros, quién era el autor, cuál era la editorial, cuántos capítulos tenía, y todos titubearon al responder. “Entonces ustedes no son buenos lectores”, sentenció severa la maestra. 

“Eso se me quedó marcado— asegura Mario—. Ahí me di cuenta de que no conocía tanto los libros como creía y la maestra me enseñó que hay que conocer también al libro como objeto y saber cuáles son las partes que lo componen”. 

Y Mario afirma que “ahí empezó la afición a la lectura y al libro como objeto”, que después de ese hecho siempre ha estado presente en su vida el libro. 

El lector, que ahora es librero, relata que aspiró a entrar a la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBAL), popularmente conocida como “el Esmeralda”, meta que se vio frustrada por entrar al mundo laboral, y que él refiere como “el engorroso asunto de entrar al mundo capitalista”. 

Por ese entonces se metió a trabajar con su padre en el negocio de la farmacia familiar, en el que estaría durante varios años. 

Con alegría rememora el librero que entre sus actividades laborales en la botica y su tiempo libre se dedicó a pasear por el centro visitando las ferias de libro, los bazares de libros usados y los museos de arte. Y expresa divertido que “ahora sí como dice la canción: con dinero y sin dinero yo me daba mi tour”. 

¿El cine es un mero pasatiempo? Y si no lo es ¿entonces qué es? Ante la pregunta el librero y cinéfilo responde: “Yo creo que tanto el libro como la escultura, la pintura y las películas son lo que el espectador cree que es. El receptor es el que le da la función”. 

Mario explica que, para todos, el arte remite cosas diferentes, desde función e importancia. Señala que la gente tiene diferentes niveles de herramientas para degustar e interpretar los materiales librescos y audiovisuales que se les ponen enfrente. Y detalla que mientras algunos solo ven elementos de entretenimiento otros llegan a hacer una reflexión de lo que aprecian. Pero aclara que “nos es que una u otra forma de ver las cosas sea mejor, sino que simplemente a cada uno de nosotros nos dicen algo diferente, y son respetable esas visiones”. 

A mediados de los 90’s, a la edad de 25 años, Mario se traslada con su padre a la ciudad de Morelia, Michoacán, donde ha residido desde entonces. Una vez en la ciudad montan de nuevo su farmacia en la colonia Camelinas y prosperan un tiempo. Hasta que la vida da uno de esos encaprichados giros. 

“Después de estar un tiempo instalados pasa lo que es la vida: perdemos el negocio con el boom de las farmacias nacionales pertenecientes a cadenas y que terminaron opacando a las farmacias particulares con poco respaldo económico”, relata con cierta pesadumbre el librero. 

Poco después su padre enferma y fallece en el 2004. Y es ahí, al filo de la vida, en que Mario se replantea dedicarse a los libros. Porque Mario sabe que sí: los libros también están para salvarnos la vida. 

“Esto de los libros una vez que te agarra, salvo excepciones, ya no te suelta”, declara. 

Pero entre el replanteamiento y la realización de la librería hubo mucho trecho. Un insalvable trecho de nueve años. Tiempo en que se dedicó a justificarse la vida, a ganarse el pan, a aprender y a juntar dinero. 

Relata que hubo trabajo variado: desde vendedor en una ferretería, hasta librero en tiendas de usados de la capital michoacana, pero sobre todo se dedicó a conocer el estado vendiendo de puerta en puerta productos farmacéuticos, polvos, enciclopedias y planes de televisión por cable. 

Y verbaliza con autosatisfacción: “Lo digo con orgullo porque todos los trabajos en que estuve han sido mi escuela”, haciendo referencia así, tal vez sin querer, a la mentada Universidad Desconocida de Roberto Bolaño, esa escuela que solo enseña cuando uno está viviendo, haciendo cosas de vivos: trabajar, subir, caer, levantarse, amar, sufrir, perder, perder, y, contadas veces, ganar. 

“Una vez que junté el suficiente dinero pasando eso nueve años, me vi en el dilema de elegir entre la pintura y los libros”, revela el comerciante de libros. 

Manifiesta que el negocio de los libros nunca lo “vio como una fuente de riquezas, sino como un medio de sacar los gastos y hacer lo que le gusta”. Asevera que para él eso “es estar ya del otro lado”. 

“Si me hubiera dedicado a otra cosa, otro negocio con mayor remuneración monetaria hubiera sido difícil conseguir la cierta libertad que tengo aquí. Por esa libertad yo pago el precio”, sentencia Mario. 

El librero sigue sentado en su silla giratoria tras el mostrador, rodeado de estantes, papel y tinta. Papeles donde la tinta dice “ciencias”, “Vida de Che Guevara”, “Kama Sutra”, “Historia del Café”, etc. Él reflexiona unos segundos y después enuncia: “Como es de cierta esa frase trillada que dice que la realidad supera a la ficción, porque todos, como en los libros y en las películas, tenemos historias que contar”. 

Explica que lo hace desde un catedrático hasta las “personas que somos de a pie”. Y sonriendo agrega: “Enserio, hay gente que se cuenta en la cabeza su vida, las cosas que le pasan, hasta con sountrack y todo”. 

El librero manifiesta que todos en la vida diaria nos vinculamos con el cine, cuando nos imaginamos qué hay detrás de ciertas personas o hechos, lo que despierta nuestra imaginación. 

Argumenta que el material cinematográfico está tan estrechamente ligado a nuestras vidas que al socializar ya no podemos evitar hablar sobre nuestras películas y series favoritas, hacer recomendaciones y expresar lo que nos hicieron sentir. Algo que nos estrecha más a los otros. 

Y convencido Mario asevera: “Ya no concebimos el mundo sin el cine”. 

Afuera de nuevo. Una mujer pasa sobre la banqueta con un par de bolsas de mandado y resoplando por lo bajo. Un hombre enfila calle arriba en una bicicleta lechera, solo que sin contenedores de leche y con un ramo de flores amarrado en su lugar. Del otro lado de la calle un joven hace la señal de parada a la combi, que lo ignora rotundamente, y decide mejor caminar. 

Entonces, Mario tiene razón: hay más cine en esas inadvertidas cotidianidades. Hay más extraordinariedad de lo que se ha empecinado la rutina en demostrarnos tras el hecho y misterios de sabernos vivos, medios vivos, medios muertos. 

Las nubes han dado paso al sol y en la avenida el cardumen de autos ahora solo es un espejismo del medio día. 


Noé Almaguer Zúñiga

Originario de Irapuato. Estudió en la facultad de Literatura y lenguas hispánicas. Radica actualmente en Morelia, Michoacán. Se dedica a la gestión cultural por medio de la labor libresca, intenta no dar pataleadas de ciego en el campo de la creación literaria. Amante de la novela negra y lee con devoción a Roberto Bolaño y Leila Guerriero. A partir de ahí siente el compromiso de mirar agudamente y narrar lo visto. No disfruta escribir pero sí cuando termina de hacerlo.

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