Jo, jo, jo

Rafael Flores

Nicolás de Bari nació en Anatolia, hoy Turquía, en el siglo IV después de Cristo. Tenía fama de ser un hombre generoso porque cuando murieron sus padres heredó una gran fortuna que repartió entre personas necesitadas; proveía de alimentos a las familias pobres, consentía a los niños con juguetes y ropa, regalaba dinero a las muchachas «para que no se prostituyeran», incluso algunos vivillos lo estafaron aprovechándose de su generosidad. Su fé cristiana lo llevó a convertirse en el obispo de Mirra, donde fue conocido como «el obispo de los niños». Se murió y sus restos fueron a parar a la ciudad de Bari, en Italia. Lo convirtieron en santo, le construyeron templos y su culto se extendió por toda Europa. En el siglo XVII los emigrantes holandeses exportaron sus costumbres a la naciente Nueva York. Su nombre Sinterklaas (san Nicolás en holandés) se fue deformando hasta quedar en Santa Claus.

En 1809 Washington Irving escribió la sátira Historias de Nueva York donde el santo toma la forma física de un hombre corpulento pero ágil como duende que regala juguetes a los niños en Navidad.

En 1863 el dibujante Thomas Nast creó su imagen en las historietas del periódico Harper’s Weekly. Lo imaginó como un tipo gordo y bonachón, de cabello y barbas blancas, vestido de terciopelo rojo, botas y cinturonsote negro. También lo mandó a vivir al polo norte donde confeccionaba los juguetes ayudado por duendes, además de transportarse en un trineo jalado por ocho renos. El personaje de Nast y sus historias dibujadas fueron muy populares, luego otros ilustradores lo mantuvieron vigente y a principios del siglo XX ya era un ícono de la cultura popular de Estados Unidos.

Todo iba bien con la imagen de Santa Claus, pero en 1931 ocurrió algo insensato, como decimos los mexicanos «le cayó mierda al agua». La empresa refresquera Coca Cola le encargó al pintor Haddon Sundblom que le diera una manita de gato al personaje para usarlo en la publicidad de su producto. Sundblom le dio la imagen que conocemos hasta el día de hoy y Santa Claus vio su destino irremediablemente ligado al chispeante brebaje. El santo se convirtió en vendedor de aguas negras con un tremendo éxito. Muchas empresas, tiendas departamentales y agencias publicitarias adoptaron al viejo panzón. Saltó al radio, a la televisión y al cine como un alegre promotor de cualquier mercancía. Y lo peor, así llegó a México.

Fue bien visto y adoptado en las fiestas navideñas por muchas familias mexicanas, sobre todo de clase media, pero su presencia también causó rechazo. En la década de los cincuenta fue visto como un extranjero indeseable, portador de la cultura gringa y de una modernidad basada en la sociedad de consumo. Un símbolo de la comercialización de la Navidad. Muchos periodistas, empresarios, escritores y hasta representantes de la iglesia católica se le fueron a la yugular al hombre de rojo, lo declararon enemigo público de las tradiciones mexicanas y mostraron su temor de que desplazara a los Santos Reyes. Sobrevino entonces la polémica de Santa Claus y el árbol navideño contra los Reyes Magos y el nacimiento. Sin embargo el poder del dinero arrasa con todo; en las décadas recientes su presencia es inevitable cada diciembre y ya hasta limó asperezas con los santos reyes, al menos convive con ellos en los puestos de fotografía de la Alameda, en los aparadores de las tiendas y compiten sin broncas en aquello de regalar juguetes a los infantes.

La cultura popular mexicana es un ser multiforme, vivo y cambiante que es capaz de absober otras costumbres, deglutirlas, defecarlas y convertirlas en otra cosa. Carlos Monsivais alguna vez dijo: «por supuesto que Santa Claus tiene una religión, es la del consumo». El mismo Monsivais apareció en una película muy famosa en los años setenta, «Los caifanes», de Juan Ibañez; en una escena donde los personajes conviven en una cantina del Distrito Federal, aparece por la puerta el buen Monsi disfrazado de Santa Claus, totalmente borracho y devertido, gritando: «¡viva la naquiza, cabrones!

Ni modo. Si Santa Claus quiere vivir aquí, tiene que adaptarse al gran desmadre mexicano.




Rafael Flores Correa

Nació de Taximaroa, Michoacán, lugar mejor conocido como Ciudad Hidalgo, Rafael Flores Correa es un pintor y escritor que ya tiene sus añitos, pero con una juventud interior que cada día lo anima a crear más y más. Estudió la Licenciatura en Artes Visuales en la Academia de San Carlos de la UNAM, le dieron clases artistas como Alfredo Zalce, Santiago Rebolledo e Ismael Guardado. Su obra se ha expuesto en Michoacán, Querétaro, Ciudad de México, Medellín entre otros lugares.

Además, Rafa Flores, como le dicen sus amigos, ganó el Premio Estatal de las Artes Eréndira en 2021.

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