Materia oscura: Asunto de familia

Salvador Garmendia

Por aquella época, se conocían los fotógrafos ambulantes que solían ser también barberos. Se decía que podían volar y tal vez por eso nadie los veía llegar a los lugares. Este era un hombrecito sonajoso, toda la ropa cubierta de santos y espejitos colgantes, que hacían un ruido menudo y alegre cuando caminaba. Parecía un caballo flaco, la cara de caballo y unos dientes largos y amarillos y la melena que parecía de almíbar, larga, amarillosa, tendida a la espalda.

Armó su cámara en el corredor y se pareció todavía más a un caballo cuando metió la cabeza y los hombros bajo el trapo negro. La caja se abría por un lado y adentro se veía un gusano negro lleno de arrugas.

Yo, que era un muchacho, me retraté sentado en un cojín, hincado mejor dicho y con las manos juntas, rezando, y mi mamá que era gorda y llenaba toda la poltrona, me ponía una mano en la cabeza y me miraba como si de veras fuera un santo. Creí que iba a salir como Guido de Fongaland, todo brillante, de porcelana blanca acabada de frotar, pero salí amarillo y dormido, los ojos vacíos como si fuera un albino. Papá salió con una mano en el pecho mirándonos a todos con asombro y a mi tía Gardita, que se llamaba Hildegardis, el vestido de pinticas negras se le destiñó por completo y también le salió harina en la cabeza. Por último, a mi tío Juan lo obligaron a retratarse, lo pararon en la pared con su banda negra de viudo en el brazo derecho y lo retrataron.

Al otro día por la mañana, cuando el fotógrafo paseaba por la plaza y todos los muchachos y los perros de la cuadra le andaban detrás, a mi tío le dio un síncope, se le rompió una bolsa de sangre en la cabeza y se murió. Cayó en el baño de un solo golpe, tieso como si la carne se le hubiera secado de golpe y el ruido que hizo fue tan grande que resonó en toda la casa. Mi tía Gardita, que estaba cosiendo los libros del Registro, porque era encuadernadora, salió dando gritos y diciendo que lo había visto caer de largo a largo, como si se hubiera desprendido del techo en medio de aquella mesa grande donde trabajaba.

Lo enterraron. Al otro día llamaron al fotógrafo, que la noche anterior, mientras las personas rezaban en el corredor y yo estaba llorando en mi cuarto, montó los cascos delanteros en la ventana que daba al jardín y por allí asomó su cara de caballo, larga, llena de huesos. El fotógrafo se llevó el retrato de mi tío y como a la semana, cuando todavía los días eran largos y no se oían los pasos, regresó con una ampliación grande que colgaron de una vez en la sala.

Era un retrato de cuerpo entero; mi tío era gordo, rosado y había perdido la mitad del pelo. Estaba parado, vestido de blanco y los brazos pegados al cuerpo como un soldado.

Aquel día, el fotógrafo me puso una mano en la cabeza y era tan pesada que la estuve sintiendo, fría, en el pelo durante muchos días. No lo vimos más.

Un día, mi tía Gardita -tenía las manos pegajosas de cola y la nariz llena de venas-, dijo que el traje negro que llevaba mi tío en el retrato, lo mismo que el chaleco y los botines, se los había puesto el día del matrimonio y que no los había usado nunca más. Ese traje estaba todavía en su cuarto, colgado detrás de la puerta: uno lo sacudía con miedo y de adentro salían cucarachas que corrían como ciegas por aquel paño negro y cubierto de polvo.

Con los meses, mi tío enflaqueció, además; la cara se le puso afilada y el pelo negro peinado a la pluma brillaba como aceite; vestía de dril oscuro y se le veían las manos largas y blancas. Mamá lo encontraba parecido a mi tío Roberto que murió muy joven; pero mi tío Roberto tenía la frente más despejada y el cuello más largo.

Un día apareció a caballo, de botas y polainas y un sombrero de fieltro. Se veía muy alto, duro, parecido a una estatua. Estaba más gordo y la cara se le había redondeado: mamá decía que mirando muy bien, se podía ver, apenas, en ese humo desteñido del fondo, a mi papá montado también a caballo; pero esto no fue posible verificarlo, de modo que después de un tiempo se olvidó. Por esa época, se apareció mi tía Servilia y despertó la casa. Viendo a mi tío en un sillón con aquel cuello enorme donde latía una vena y aquel pecho inflado y unas manos pesadas, dijo que era una lástima que hubiera muerto tan joven.

Mi tía Servilia caminaba todo el día por la casa, afanada y sin parar de hablar. Hablaba de nada, contaba las cosas que iba haciendo y a veces se reía de lo que pensaba. Por debajo del camisón le salían unos hombrecitos alocados que corrían delante de ella removiendo sillas y materos y todo lo que podían encontrar. Todo era ruido en la casa y el día se iba volando. Entonces inventó cambiar todo de sitio, vaciar los cuartos, todo. Cuando rodamos los escaparates, salieron las lagartijas en volandas y todos zapateábamos. Quedaba una mancha de polvo y aparecían cosas que se habían perdido hacía siglos.

Cuando fueron a quitar el retrato de mi tío, un pedazo del encalado se desprendió y el retrato se vino al suelo. Corrí a mirar. Estaba el vidrio hecho pedazos, ennegrecido por el polvo y el marco desclavado en una esquina. Mamá y mi tía gritaban. El retrato estaba tan oscuro, lleno de peladuras y lamparones, que apenas era posible distinguir la figura. Se veía un poco la cara de mi tío, pero como hacía ya mucho tiempo de su muerte, yo no lo recordaba.

Mi tía Servilia dijo que no valía la pena hacer nada por recuperarlo, y me mandó botarlo en el solar.

Salvador Garmendia (Venezuela, 1928-2001) 

Escritor venezolano considerado el mejor representante de la novela urbana en su país. La publicación de Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961) y Día de ceniza (1963) supuso la aparición en la narrativa venezolana de la temática de la alienación de los habitantes de las ciudades, ya iniciada por Guillermo Meneses, pero explorada en estas novelas con plena conciencia de que el mundo rural había sido destrozado irremediablemente. En este sentido, la obra de Salvador Garmendia se opone a la de Rómulo Gallegos, y puede ser vista como una empresa de demolición de los anteriores esquemas de la narrativa venezolana.

Nacido en una familia numerosa de clase media pobre, se inició en la literatura a causa de una enfermedad: una tuberculosis diagnosticada en su adolescencia le obligó a guardar cama durante tres años, tiempo que dedicó a la lectura. Hacia 1945 comenzó a publicar y se vinculó con el medio radial y periodístico de su ciudad natal, iniciando asimismo su militancia en el Partido Comunista, del que se separó en 1953.

A mediados de los años cincuenta entró en contacto con el grupo literario Sardio, primera manifestación generacional radicalmente opuesta a las concepciones tradicionales e institucionales de la literatura y el arte en Venezuela, que se prolongó, a comienzos de los sesenta, en el grupo y revista El Techo de la Ballena.

Con Los pequeños seres (1959) y Los habitantes (1961), la narrativa venezolana se torna urbana y se centra en la exploración de esos «pequeños seres» anónimos y universales a la vez, marcados por la inadaptación y el anti heroísmo, que son los habitantes de una gran urbe como Caracas. Esta exploración en el mundo anónimo y marginal de la ciudad, poblado de abogadillos mediocres y burócratas frustrados, se ahonda en Día de ceniza (1963) y en La mala vida (1968). Con esta obra, Garmendia incorporó hábilmente a su panoplia narrativa una narración fragmentaria y una rica problematización de la instancia narrativa, recursos frecuentes en la novela del siglo XX que tardaron en aclimatarse en Venezuela.

En 1968 Garmendia aceptó un puesto en la Universidad de Los Andes, en Mérida, donde dirigió la revista y la colección Actual. Ya preparaba entonces la última novela de su ciclo urbano, Los pies de barro (1973), editada en Barcelona, a donde Garmendia se trasladó en 1972 como corresponsal de la editorial

Monte Ávila, y adonde volvió en la década de 1980 con un cargo diplomático. Los pies de barro  toma como marco una ciudad sacudida por la violencia de la guerrilla urbana y la represión y tiene como protagonista a un escritor frustrado; la estructura fragmentaria traza en contrapunto el contraste entre la ciudad en pie de guerra y la indiferencia de la gente. La novela fue censurada por las autoridades españolas, pero al mismo tiempo proyectó a Garmendia como uno de los representantes del boom literario hispanoamericano.

El mismo año de su llegada a la ciudad condal, 1972, Garmendia recibió el Premio Nacional de Literatura. No abandonó entretanto el cuento y el relato breve, géneros de los que fue un maestro consumado.

Cuando sus lectores comenzaban a aceptarlo como el maestro venezolano de la novela urbana, Garmendia dio un giro con Memorias de Altagracia (1974), iniciando un retorno al mundo de su infancia y las historias que lo poblaron. Pero en la recreación por este autor del mundo provinciano de Barquisimeto y su familia no hay la menor traza de idealización criollista, sino la entronización del cuento como núcleo de sentido del universo afectivo e imaginario del escritor. Memorias de Altagracia fue, junto con El capitán Kid (1986), la última incursión de Garmendia en la novelística, ya que posteriormente se dedicó a componer volúmenes de relatos.

La publicación, en 1976, del cuento que da nombre al libro El inquieto Anacobero y otros cuentos, uno de sus mejores textos satíricos, fue objeto de persecución judicial a causa de sus «malas palabras». En los años ochenta cumplió misiones diplomáticas en Madrid y Barcelona, y siguió recogiendo relatos en volumen: El brujo hípico (1979), El único lugar posible (1981), La casa del tiempo (1986), Cuentos cómicos (1991), el cuento infantil Galileo en su reino (1993) y La media espada de Amadís (1998). Siguió a la vez escribiendo con regularidad para el diario El Nacional, donde disponía de una columna semanal desde 1984.

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