Materia oscura: El colibrí

Witold Gombrowicz

Hacía cuatro días que navegábamos en el «barreño» de Rosa María por el río Pilcomayo; estábamos más o menos a medio camino entre Formosa y Asunción, capital del Paraguay. Anochecía, el agua blanqueaba bajo una fresca brisa, por encima de ella se veía el resplandor del calor reciente, el cielo descaradamente azul poblado de nubecitas y a ambos lados el bosque salvaje.

Este «barreño» de Rosa en realidad era un corriente barco fluvial de carga de los que navegan por el Paraná; lo compró barato, lo pintó, instaló unos cuantos camarotes e incluso dos baños, en la cubierta puso unas hamacas y sillones, y así surgió el simpático «yate» llamado «barreño» a causa de sus extrañas redondeces. Había sólo una cosa enervante: Rosa se metió en la cabeza que aquello no era un barco, sino más bien una casa sobre el agua o incluso una isla flotante, por lo que nos movíamos terriblemente despacio, parando cada pocas horas; habían pasado ya casi veinticuatro horas desde que abandonamos Formosa, y Asunción quedaba aún lejos.

Estábamos sentados en cubierta, los ojos fijos en la frondosidad de la orilla que desfilaba lentamente delante de nosotros, cuando de repente llegó volando un colibrí y se quedó suspendido temblando en el aire también trémulo después del tórrido día…; era casi invisible en el torbellino que creaba a su alrededor al batir sus pequeñas alas con tanta rapidez que casi eran pura vibración.

—Qué pajarito más irritante —constató mi colega, el escritor Canal Feijoo—. ¿De qué le sirve la belleza si no la deja ver?

—Los indios sostienen que el colibrí carga con una especie de pecado original — dijo Rosa María—. Es, según ellos, un pájaro de mal agüero, trae mala suerte y está siempre intranquilo y triste porque sabe que no morirá de muerte natural.

—¿Y por qué le fue impuesto este castigo? —preguntó el único diplomático en nuestro grupo de bohemios, el embajador de México en el Paraguay, Muñoz Cota.

Rosa María se puso a contar una leyenda india:

—En tiempos remotos, un rey inca se casó con la bella Painemizu (o sea «oro azul»), a la que amaba con ardor porque su belleza dimanaba de la pureza de su corazón. Painemizu tenía una hermana, Painefilu (o sea «víbora azul»), que era igualmente bella, pero en cambio tan mala como su nombre viperino indicaba.

Cuando Painemizu iba a ser madre, el rey tuvo que marchar a una larga guerra. Llamó pues a Painefilu y le ordenó cuidar de su hermana. Al cabo de poco, Peinemizu dio a luz un par de hermosos mellizos. Pero —¡horror!— Painefilu se llevó los mellizos antes de que la madre pudiese verlos y en su lugar puso un par de cachorros recién nacidos. Explicó a la infeliz Painemizu que había dado vida a aquellos perritos y que debía amamantarlos. Lo que en seguida se puso a hacer la pobre Painemizu, llorando amargamente y temblando de miedo al pensar en el castigo que le esperaba cuando su esposo, el rey, se enterase de que en lugar de niños, ¡había traído al mundo unos perros!

—¿Y qué pasó con los mellizos? —preguntó alguien.

—Un momento —dijo Canal, que se había desgastado los codos estudiando toda clase de leyendas y había participado en multitud de excavaciones—, me apuesto a que si no los asesinó, fueron confiados a las aguas. Ese mito de Moisés es común a varios continentes.

—Efectivamente —dijo Rosa María—, esa víbora Painefilu metió a los mellizos en un baúl chapado en oro y ordenó arrojarlo al lago Huechu en el lugar donde el agua era más peligrosa.

Mientras tanto, el rey volvió de la guerra y montó en cólera al ver los cachorros que le había dado su mujer. Mandó matarlos y a la desgraciada Painemizu la encerró en la perrera donde fue tratada como una perra y alimentada con otros perros. Tuvo que arrebatar desechos de las fauces para no morir de hambre.

—¡Maravilloso! —murmuró Muñoz Cota, y añadió un comentario malicioso que iba por mí—: ¡Ojalá usted tuviera semejantes ocurrencias!

—Por lo general, las leyendas empiezan a flaquear hacia el final —dijo Rosa—, sin embargo, ésta os guarda una sorpresa que nunca hubierais esperado. Pero escuchad:

Un día, un viejo indio que caminaba por la orilla del lago vio un baúl flotando y dentro de él encontró a los mellizos que gozaban de excelente salud y humor. Sus cabellos eran dorados, lo cual quería decir que eran hijos de una familia noble, pero es más, en sus cabelleras brillaba un único pelo de oro puro y eso ya era señal de un linaje muy alto. El indio se llevó a los niños y los crio en su casa. Al cabo de unos años, el rey inca los vio mientras paseaba por la orilla del lago y los reconoció inmediatamente como a hijos suyos, pues tiempo atrás los sacerdotes le habían predicho que tendría unos mellizos con un pelo de oro puro.

Entonces uno de los mellizos (que ya se había convertido en un muchacho bastante grande) le dirigió estas palabras:

—Tú eres nuestro padre, pero al mismo tiempo no lo eres. Hasta que no dejes de perseguir a nuestra madre Painemizu y ésta no vuelva a gozar de tu gracia, no te queremos como padre y preferimos vivir con los perros igual que ella.

El rey juró que no sólo volvería a tomar a Painemizu por esposa, sino que castigaría con dureza a la que le había engañado tan vilmente. Y cuando los hijos volvieron con él a palacio, mandó liberar a su madre «Oro azul», mientras que ordenó atar a la miserable víbora Painefilu y la entregó a sus hijos para que la castigaran.

Los niños la sentaron sobre una piedra y uno de ellos levantó un objeto transparente que brillaba al sol con una luz cegadora.

—¡Ah, Antu! —gritó—. ¡Haz que tus rayos ardientes por medio de esta piedra mágica alcancen y devoren a la miserable Painefilu! ¡Dirige tu destello devorador a esta piedra transparente!

Apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando los rayos del sol que caían sobre la piedra salieron por su otro lado en forma de flecha ardiente que empezó a quemar sin piedad la carne viva de Painefilu.

—Disculpadme —interrumpió Canal Feijoo—. Adivino que ésta es la sorpresa de la que nos habló usted. ¡Pero si se trata de la clásica lente! De verdad, esas leyendas son un verdadero cuerno de la abundancia. Se puede encontrar en ellas de todo.

—¡Qué idea más buena! —dijo Muñoz Cota, y añadió con malicia—: Cuántos escritores modernos la hubieran querido tener.

—La vituperable Painefilu —reanudó su historia nuestra anfitriona— fue reducida a cenizas por los rayos del sol. Sólo un pequeño trocito de su corazón se salvó de su suerte, sin que los niños se diesen cuenta de ello. Y precisamente de ese trozo nació un diminuto pajarito, el colibrí, que no puede morir de una muerte natural ya que había sido concebido por un corazón traidor.

El colibrí lo sabe y por eso vive en un estado de miedo permanente. No osa tocar los árboles ni las flores de las que liba el néctar. A pesar de su belleza, se siente como contagiado de peste, evita la proximidad de todo y se eleva siempre tembloroso en el aire. Su angustia hace que tiemble y vibre tanto que sus magníficos colores se tornan invisibles; la belleza del colibrí sólo se puede admirar después de su muerte. Para amparar su sueño de invierno se busca las cuevas más oscuras; al entrar en semejantes grutas se puede despertar a miles de colibrís.

El colibrí o pincha trae mala suerte. Augura a la gente no sólo el día en que va a morir, sino también el tipo de muerte que les aguarda. Si logra coger un pelo de alguien a quien se le haya caído, mala suerte para el que lo perdió, puesto que le espera una muerte por ahorcamiento.

¡Probablemente no hay en toda la Cordillera otro pájaro o animal que sea tan odiado por los indios!

Witold Gombrowicz (Polonia, 1904-Francia, 1969).

Escritor polaco, uno de los más destacados narradores de la vanguardia de entreguerras. Miembro de una rica familia de industriales y terratenientes, pasó la mayor parte de su infancia en Varsovia, donde obtuvo la licenciatura en derecho en 1926. Tras un viaje a París trabajó en los juzgados de la capital polaca; se preparaba para ejercer la abogacía, pero después de publicar el libro de relatos Memorias del tiempo de la inmadurez (1933) decidió dedicarse exclusivamente a la literatura y a la crítica literaria, labor que desarrolló para diversas publicaciones.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial lo sorprendió en el transcurso de un viaje por Argentina, en cuya capital decidió entonces instalarse. Durante largos años la obra de Witold Gombrowicz fue despreciada e ignorada por los medios conservadores y por la crítica adepta al realismo socialista, pero finalmente consiguió reconocimiento, y en 1963 obtuvo una beca de la Fundación Ford para viajar a Berlín occidental, desde donde trasladó su residencia primero a las cercanías de París y luego a Vence, ciudad en la que murió, poco después de que le fuera concedido el Premio Formentor Internacional de Editores.

Su primera obra, la recopilación de cuentos Memorias del tiempo de la inmadurez, data de 1933, y en ella ya se manifiesta su actitud irónica y cargada de humor absurdo respecto de las herencias literarias anteriores, que manipuló y subordinó a sus propios objetivos. En realidad, su prosa enlazaba con la postulada una década antes por Stanislaw Ignacy Witkiewicz, y tenía entre sus premisas básicas la convicción de que el formalismo perfeccionista de la cultura occidental había conducido a la esterilidad del arte. La forma, para él, es un medio de relación de los individuos entre sí, pero es preciso desenmascararla para librarse de sus ataduras.

Suele estimarse como su mejor obra la sátira cultural Ferdydurke (1937), insolente ya desde el mismo sinsentido de su título. Singular, futurista y surrealista, esta novela es en realidad una especie de compendio que incluye géneros tan diversos como diarios, panfletos, ensayos, monólogos y diálogos, y resulta en definitiva una suerte de crítica al sistema educativo y a la escala de valores éticos de la sociedad de la época.

En 1938 publicó la obra dramática Yvonne, princesa de Borgoña, y al año siguiente, en la prensa y por entregas, la novela Los hechizados. Después de la guerra, en 1953, apareció la novela Transatlántico y, ese mismo año, el drama El matrimonio. Más tarde se editó Pornografía (1960), Cosmos (1965), por la que obtuvo el Premio Formentor, y la pieza teatral Opereta (1966). El teatro y la novela de Gombrowicz están íntimamente relacionados, no sólo por su sentido de lo grotesco y por el contenido de sus tramas, sino porque en ambos géneros los personajes adoptan papeles que les son impuestos y que encarnan al modo de estereotipos, mediante un lenguaje hecho de gestos y muecas. Gombrowizc publicó además tres volúmenes de sus Diarios (1957, 1962, 1966), que son una suerte de diálogo provocativo con el lector a propósito de diversos hechos de su vida, y en particular sobre las manifestaciones sociales del pensamiento estético y literario.

Imagen de portada: Colibrí de Rafael Coronel.

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