Materia oscura: Horizonte

Kurt Hackbarth

Klempnerei Haneke, guten Tag.

—¿Hablo con el plomero Haneke?

La voz que me habla desde el otro extremo del auricular es áspera, apremiante.

—Habla a la plomería Haneke, sí. Le atiende Lukas Wertmüller.

—Con todo respeto, Wertmüller, se trata de una emergencia. Páseme a Haneke, de una vez.

—Entiendo su urgencia, ¿Herr…?

—Buddenbrook. Gerhard Buddenbrook. Y, al contrario, afirmo que no entiende mi urgencia. Si la hubiera entendido, ya me habría comunicado con…

—Es que los hermanos Haneke ya no trabajan en la empresa. Están pensionados.

Hay un momento de incómodo silencio. Luego la voz retoma, con un tono bajo y receloso:

—¿Qué clase de engaño me está vendiendo, Wertmüller?

—Ningún engaño en absoluto, Herr Buddenbrook.

—No intente negarlo. Llamo al número de los plomeros Haneke sólo para descubrir que no queda ni un solo Haneke en sus instalaciones, ¿y luego usted me asegura campantemente que no hay engaño de por medio?

—El hermano mayor viene de vez en cuando a visitarnos. Leopold.

—¿Y se encuentra ahora?

—No.

—Habría sido demasiado pedir, ¿verdad? ¿Y el hermano menor?

—Le aseguro, Herr Buddenbrook, que nuestro personal cuenta con el más alto grado de competencia.

—No me oculte información. Pregunté acerca del hermano menor.

—Manfred sufrió un derrame cerebral hace un año. Está confinado a una silla de ruedas.

—Esto no le impide realizar una visita a domicilio, ¿no? Mi edificio está equipado para esos casos.

—El derrame lo dejó paralítico y sin la facultad del habla, Herr Buddenbrook.

—Entiendo. —Sigue otra pausa—. Entonces, parece que esto me deja sin opciones.

—Dentro de los parámetros que usted ha establecido, me temo que sí.

—Ok, escúcheme, Wertmüller. Quiero que venga usted y sólo usted. La dirección es Lochstraße 348, piso doce. Toque el timbre tres veces para que sepa que es usted. No diga absolutamente nada al portero. ¿Tiene equipo especializado?

—Por supuesto.

—Tráigalo. Y un traje de protección, por favor. Mejor dos. Hasta luego.

Y cuelga.   

Bajo circunstancias normales, respondería de dos posibles formas: o hacer caso omiso a la llamada (pululan tantos viejos chiflados actualmente, drogados de pies a cabeza por sus médicos y sin otra manera de divertirse más que atormentando a sus pobres proveedores de servicios) o enviar a uno de los novatos a lidiar con él, instruyéndolo de antemano a llamarse Wertmüller. Pero algo me hace recapacitar. Dentro de la oficina, reina el aburrimiento; afuera de ella, el sol. El fin de semana se asoma lejanamente tras una sucesión de días laborales. Tal vez un cascarrabias con delirios es justo lo que necesito para despabilarme. Cargo la furgoneta y salgo, dejando un somero aviso en el pizarrón. Si logro prolongar tantito la visita, podré irme directamente de ahí al almuerzo.

Según el GPS, la calle Lochstraße se encuentra en uno de los distritos más exclusivos de la ciudad, el Gesichtkreis, a dos pasos del Unbegrentzt Platz y la famosa Bodenlos Allee. No es precisamente la zona que habría asociado con la voz del teléfono, aunque también es cierto que los problemas hidráulicos son un gran nivelador: frente a un inodoro atascado, el más gallardo de los marqueses se convierte en un tembloroso plato de gelatina. Más que cualquier otra cosa, la mierda a la vista nos evoca nuestra democrática mortalidad. En medio de estas y otras reflexiones, estaciono la furgoneta a la vuelta del edificio indicado y bajo con mi caja de herramientas en mano; el equipo más pesado puede esperar hasta que determine si la urgencia telefónica de mi cliente se traduzca en realidad.

El doce, además de ser el número más alto, está previsto de un solo timbre. El penthouse. En cuanto toco, la puerta principal se desbloquea con un zumbido exageradamente largo, tanto así que termina despegando la atención del portero de su libro de sudokus.

—Usted va con Buddenbrook, ¿verdad? —me exige al verme pasar.

—No estoy en libertad para revelar esa información —contesto.

El portero se levanta y se me acerca; en su porte, hay algo de amenazante.

—En este edificio, decimos las cosas como son. Yo soy el portero. Usted, a todas luces, es un plomero. Portero, plomero; plomero, portero. Deberíamos poder entendernos.

—Claro —digo—. Yo destapo caños y usted destapa chismes. 

El chiste no habrá sido de su agrado, ya que me agarra por la camisa y me empuja contra la pared.

—Se cree muy listo, ¿verdad? Wirklich superklug. Pero permítame decirle algo, don Plomero…

—Wertmüller —aclaro.

—Don Plomero Wertmüller. Lo que va a ver en el departamento de Buddenbrook, porque sé que para allá va usted, le va a borrar esta sonrisita de su rostro.

—¿Por qué? ¿Qué hay? —pregunto con un chirrido.

Con la misma rapidez con la que me sujetó, el portero me suelta.

—Verlo te cambia —dice, mirando algún punto detrás de mi cabeza—. Antes me consideraba un hombre, producto de millones de años de evolución, ni Dios ni gusano. ¡Pero ahora sé que soy nada, menos que nada! —Camina de un lado a otro, gesticulando con ferocidad—. ¡Una nada en un universo que tampoco es nada! ¿De qué sirve este gran espectáculo de la existencia si todo conduce directamente al olvido? 

Siento un deseo repentino de irme, de regresar a la oficina, de enviar al novato en mi lugar. Pero la idea de salir corriendo con la cola entre las patas me resulta tan ridícula que, en lugar de eso, me dirijo al ascensor, dejando al portero con sus aspavientos y su Angst.

—¡Aunque lo componga, para mí es demasiado tarde! —grita en lo que subo—. ¡Nada te prepara para eso! ¡Nada!

Una vez en movimiento, ajusto mi camisa y me arreglo el cabello. Mierda: dejé mi caja de herramientas en el vestíbulo. Ni modo; es muy poco probable que la vaya a necesitar.

Bajo del ascensor ante una puerta única. ¿También aquí habrá que tocar tres veces? Ni siquiera llego a dos, ya que la abre de un jalón un hombre muy alto y extremadamente flaco. Ni tiempo me da de saludarlo antes de jalarme hacia adentro y encerrarnos con un estruendoso portazo.

—¿Dónde están los trajes? —exige sin preámbulos.

—Eh… 

—Eh, ¿qué?

—Herr Buddenbrook —digo con el afán de establecer no sólo mi equilibrio sino cierto control de la situación—: si acaso, los trajes de protección se usan en el control de plagas, no en la plomería.

—Control de plagas, dice. —Me mira de arriba abajo, rezumando inconformidad—. Venga.

Me conduce por un estrecho recibidor que sigue y sigue: uno de esos despropósitos que se producen por exceso de dinero y carencia de estilo. Es como si alguien lo hubiera jalado desde uno de sus extremos, estirándolo, para luego hacer otro tanto con el cuerpo de mi anfitrión.

—Ya sé, parezco salido de un cuadro de El Greco, ¿no? —dice como respuesta a mi examinación nada sutil.

—Ehh…

—O de uno de los retratos de Modigliani, más bien. ¿Leopoldo Zborowski? ¿Jean Cocteau? Está bien, puede admitirlo.

—No soy muy aficionado al arte, Herr Buddenbrook. —Nuestras voces se oyen lejanas, como si tuvieran prisa y corrieran hacia adelante.    

—Filisteos, filisteos todos —dice, indicando un vano que se abre a mano derecha—. Por aquí.

Diría que se trata de una cocina que ha visto mejores tiempos excepto que, por la densa humareda que reviste sus muebles y aparatos, no logro juntar los suficientes datos para respaldar mi dictamen. El humo proviene de una anciana, espectralmente alargada en la penumbra, que fuma al lado de una ventana implacablemente cerrada. Sus emisiones no tienen otra opción, entonces, más que escaparse por el pasillo con la misma premura que nuestras voces. En la mesa se encuentra un plato con los restos de unas fresas, único signo de domesticidad que hay.

—Mi madre —dice Buddenbrook a manera de explicación—. Mutter, Herr Wertmüller.

—¿Qué pasó con Haneke? —pregunta la anciana. De tal palo tal astilla, evidentemente.

—Jubilado, Mutter —contesta. Cuando ella hace señas de no oír, él grita: Im Ruhestand!

—Ah, qué bonito —masculla la madre—. Él asoleándose en una playa y nosotros convirtiéndonos en unas jirafas humanas. 

  —¿Por qué no me explican de qué se trata para que…? —empiezo antes de disolverme en un ataque de tos.

—Mire, Wertmüller —dice Buddenbrook, alzando una mano en el aire—. No es nada contra usted, pero dudo que cuente con la pericia necesaria para resolver nuestro problemilla. Se ve muy joven, muy verde todavía, si me permite.

—Le aseguro que los hermanos Haneke me enseñaron todo lo que saben —afirmo con voz renqueante.

—Me alegra saberlo —dice Buddenbrook. Se detiene un momento con cara de sopesar y continúa—: Bueno, mire, el asunto es éste. Hemos sufrido una desgracia en nuestro baño, Herr Wertmüller. En nuestro único baño, bien entendido. Se habrá producido una suerte de rasgadura en el tejido del espacio-tiempo, supongo, que luego se agravó para formar un hoyo negro. 

Por instinto, mi mente se aferra al único dato inteligible.

—¿Sólo tienen un baño?

— Le pido de favor que no se distraiga —dice Buddenbrook—. El punto clave es otro. 

—¡Para ti, tal vez! —dice su madre—. ¡Tú no tienes que escoger entre tomar tu laxante y molestar a Frau Morgenstuben cada media hora o reventar de estreñimiento!

—Tienen… un hoyo negro… —balbuceo.

—Ahora sí se está enfocando en lo esencial, bravo. En el tanque del baño, precisamente. Habré jalado demasiado fuerte la palanca, je je.

Su madre suelta un resoplido.

—Y, eh, obviamente la fuerza gravitacional está perjudicando el estado de la tubería —agrega Buddenbrook.

—¡Al carajo con la tubería, hay estragos mayores! —exclama la anciana—. Por más que ajusto los relojes, ¡siguen atrasándose! ¡Ya no llegamos a tiempo a nada!

Bitte, Muttchen… —empieza Buddenbrook.

—‘Bitte, Muttchen —repite con mordacidad—. ¿Por qué no le cuentas la verdad, Gerhard? ¡Que ese hoyo no se abrió por algo que le hayas hecho a la palanca sino a las revolcadas que te diste con esa ramera! 

GENUG DAVON! —brama Buddenbrook.

Un breve silencio reina en la cocina, interrumpido sólo por el siseo del humo que huye por el pasillo.

—Bueno, Herr Wertmüller, ¿vamos a verlo para que nos dé su opinión? —propone el hombre de la casa.

—U… usted primero.

—Como guste. —Saca una cuerda de un cajón de la alacena—. Pero le aviso de una vez: al de atrás le toca la tarea de retención.

—¿Retención? 

Buddenbrook ya está dando vueltas con la cuerda alrededor de mi cintura, atándola con un nudo bizantino que luce irreversible. Repite el procedimiento con su propio talle –dada su escasez, requiere un nudo aún más fuerte para que no resbale– y, al tomar su primer paso, me jala abruptamente hacia adelante. 

Los jaloneos sólo empeoran cuando llegamos a la sala, que retrocede ante nosotros como una estación de metro desde la última ventanilla de un tren en partida. Mi sospecha inicial, de que Buddenbrook me zarandea a propósito, choca con una alarmante realidad: algo lo está atrayendo –nos está atrayendo– con una potencia inexorable.  

—¡Aférrese, Wertmüller! —grita. O eso creo: sus palabras se fugan de él, obligándome a leer sus labios cuando tuerce el cuerpo para señalar los asideros de metal que sobresalen tanto de los muebles como de las paredes. Agarro el más cercano, que se halla asegurado a un esquinero que ostenta una vajilla de porcelana. Entre mis nudillos que se fusionan al asa y la inexorable presión de la cuerda en mi cintura, siento que mi tronco está a punto de separarse de mis piernas. El esquinero tiembla por el esfuerzo de mantenerse en su lugar –debe estar pegado al piso– aunque finalmente se rinde, cayendo sobre su lado con un estruendo sordo y liberando una sarta de platos, vasos y cubiertos por sus puertas entreabiertas. El colapso me impulsa hacia adelante, haciendo que choque con Buddenbrook, frustrando así sus desesperadas tentativas de afianzarse a los objetos que vuelan por su cabeza como pájaros recién liberados. Con una punzada de dolor, recibo lo que ha de ser un tenedor en la nalga. Intento agacharme para evitar más misiles, pero Buddenbrook, con tal de ponerse a salvo, se está aferrando a otro de los asideros que se asoma del marco de una chimenea, lo cual tiene el efecto de girarme en un gran arco, colocándome en una reñida competencia con un cuchillo que, debido a nuestras respectivas velocidades, parece fijo. Pero no: da en el rostro de un cuadro que muestra algún ancestro de la familia (las dimensiones del retratado se me hacen las de un enano) mientras yo, con un chasquido de la cuerda que se rompe, me estrello contra una puerta que cede para depositarme en un piso de loseta.          

—Bueno, ¡ahí está! —resuena la voz de Buddenbrook desde la lejana chimenea—. Si necesita algo, me avisa.         

La presión se siente más fuerte que nunca, noto al ponerme de rodillas y sujetarme a la base del lavabo. Muy lentamente, convencido de que en cualquier momento la piel y los músculos se desgarrarán de mis huesos, levanto la mirada para ver una esfera flotante que, con una oscuridad producto de ser la última cárcel de la luz, atrae todo lo que lo circunda en un remolino que da al fondo del baño el aspecto de una casa de los espejos. El espectro de la creación engulléndose a sí mismo es majestuoso, pavoroso. 

—Como si el ojo del creador llamara de vuelta a su progenie —dice una voz que, a pesar del efecto distorsionador del hoyo, reconozco como femenina. Sale de detrás de la cortina ubicada frente a mí.

—Así es —digo—. ¿Quién… quién eres?

Tarda un momento en contestar.

—¿Quién eres tú?

—El… plomero.

—Ah. Oye, ayúdame a descorrer esta cosa, por favor.

—¿No… no puedes?

—Si pudiera, no te estaría pidiendo ayuda, ¿o sí?

Miro alrededor de mí: aparte de las instalaciones fijas, el baño está perfectamente despejado. Entonces, saco del bolsillo de mi cinturón un flexómetro que, conforme lo extiendo y gracias a la inusitada fuerza gravitacional, mantiene su rigidez. Pero, aunque debería alcanzar la cortina sin problemas, la herramienta sencillamente no llega. 

Al son de la palabra suspirada, “¡Hombres!”, la figura hace lo que claramente representa un gran esfuerzo para retirar la cortina, revelando así una tina llena de agua y espuma, de la cual se asomaban la cabeza y cuello, hombros y brazos de una mujer. Es de piel trigueña, con una cara larga como charola, ojos saltones, nariz chata y una boca estrecha que, al abrirse para saludarme, muestra unos dientes apretados como si buscaran seguridad entre la manada.

—¿Y Gerhard? —dice.

—Está… por la chimenea —contesto.   

—¿Colgando su bota de Navidad o qué? ¿O no quiere volver a mostrar su cuerpo estropeado por aquí, el muy cobarde? —Con un movimiento brusco, voltea la cabeza hacia la pared—. Mira quién habla.

—No, no —contesto, conmovido por su vergüenza. Con tal de cambiar de tema, digo—: Tu alemán es perfecto. Al principio, pensaba que…

—¿Era extranjera? —dice, mirándome nuevamente—. ¿Una Gastarbeiterin, quizás? ¿O una refugiada? —Hace un ademán dramático con su brazo—. ¿Puedes imaginar a los egregios Buddenbrook ofreciéndole asilo a alguien?

 Admito que es muy poco probable.

—De hecho, Herr

—Wertmüller. Lukas Wertmüller.

—De hecho, Herr Lukas Wertmüller, la tradición del germánico moreno es muy antigua. En la época romana, traían soldados de otras partes del imperio para poblar las guarniciones a lo largo del Danubio. ¿Por qué crees que le decían “el español” a Beethoven de niño? Porque parecía moro. 

—Estás en buena compañía.

La mujer tuerce el gesto muy al estilo del compositor.

—Compartimos otras cosas además de la tez, ¿eh? Un mal carácter, en primer lugar. Y un cabello incontrolable. Bueno, hasta que esa aberración lo aplacó. —Señala el hoyo, que sigue aspirando de manera infatigable—. El cabello, no mi carácter.

—Y la música, ¿qué tal?

—Nada. Soy nula de toda nulidad.

—Yo también —digo—. Tengo una oreja frente a la otra.

—Si sigues aquí por mucho más tiempo, así las vas a tener de verdad.

Así, entre risas y ocurrencias, descubrimos que provenimos de los dos extremos del país: Katarina –así se llama– de Passau y yo de Kiel.

—Lübeck, en realidad —aclaro—. Nos mudamos a Kiel cuando tenía tres años.

—Lübeck, ¿eh? —Flexiona una de sus piernas, dejando una rodilla fuera del agua como una isla que sólo emerge en bajamar—. Tierra de Thomas Mann.

—Sí —digo—. Fui al museo una vez. 

—Mmm. Creo que ése es un museo que no me urge visitar.

—Bueno, tampoco es la gran cosa.  

—No es por eso. —Se encoge de hombros, sacándolos un poco más del agua. La rodilla, mientras tanto, se vuelve a sumergir—. Cuando andas con un ‘Buddenbrook,’ puedes imaginar que no se cansa del tema.  

—Ah. —Esto sí que es una novedad—. Ustedes dos son… pareja.

—¡Ja! —espeta con una expulsión de sonido que, casi visiblemente, se dirige directo al hoyo—. Eso es mucho decir, Herr Haneke. Salíamos ocasionalmente, cuando Gerhard quería provocar a su madre por alguna razón y yo no tenía una cita más interesante. Pero siempre con un límite: dos horas de sus pedanterías, tres máximo, y ya era hora de buscarme un taxi.

—Eso de establecer límites de tiempo me parece sensato, ¿eh?

—Uy, sí. ¿Tú también lo aplicas?

—Más bien, dejo que me lo apliquen a mí.

Y le cuento la historia de mi última cita –por llamarla de alguna manera– que sucedió en uno de esos eventos organizados donde te juntan con un desconocido para conversar sobre temas de supuesta profundidad: die Tischgespräche. Cabe decir que no fui por voluntad propia sino para acompañar a Leopold Haneke en una de sus infrecuentes noches de descanso de cuidar a Manfred.

—¡Es una gran iniciativa, Lukas! —me dijo—. ¡Están reviviendo el arte perdido de la conversación!

—No veo la necesidad de ir a un lugar específicamente para platicar —dije.

—Yo, sí —me respondió—. Cuando vives con alguien que no habla, créeme que se aprecia más.

Después de eso, ni modo de no ir. Al llegar al sitio, uno de esos cafés elegantes con madera en las paredes y manteles en las mesas, me emparejaron con una tal Anneliese, que no perdió tiempo en lanzarme la primera pregunta de la lista que nos proporcionaron: “¿Contra qué se está rebelando actualmente?”

—Nada —admití—. Me gustaría estarme rebelando contra él, pero no tengo el coraje.

—¿Quién es? —preguntó, mirando en la dirección que había señalado. Manfred, desde su mesa, respondió con una sonrisa y un ademán de la mano.

—Mi jefe —dije—. Él me trajo.

—¿Y qué haces?

Se lo dije. Y ahí, a todos los efectos, terminó nuestro gran intercambio filosófico. No era la primera vez que la mención de mi oficio suscitara un efecto raro en alguien –los plomeros cargamos sobre nuestras espaldas con un sinfín de fantasías tontas–, pero jamás había visto un caso tan agudo. Los rasgos de Anneliese se relajaron, las pupilas de sus ojos dieron una pequeña vuelta y sus manos empezaron a juguetear con los paquetes de azúcar.

Also ein Klempner… —murmuró—. Has de tener mucho que contar.

—¿Por qué no seguimos con la lista? —dije.          

Y así hicimos, pasando en su debido orden por preguntas como “¿Qué tan importante es el dinero para ti?” (sin importancia para ambos o por lo menos, eso afirmamos), “Qué parte de tu vida ha sido un desperdicio de tiempo?” (para Anneliese, un viaje organizado a Turquía; para mí, la escuela de manejo) y “¿Cuáles son los límites de tu simpatía?” (Anneliese afirmó no tener límites; los míos, en cambio, se volvían cada vez más estrechos). En realidad, sentí que nada más cumplíamos con las formalidades: mi compañera estaba perdida en su ensueño, suspirando y sonrojándose, mientras yo no veía la hora de irme. Cuando sonó la campana, me levanté, le di la mano y me retiré sin esperar al viejo.       

—¿Y así acabó? —pregunta Katarina.

—No exactamente. Ella rastreó el número de la empresa y llamó al día siguiente con algún problema que decía tener en la cocina. Mandé al novato. Regresó a las dos horas insistiendo que prefería no hablar del asunto.     

Katarina cierra los ojos con una fuerza que le provoca una mueca de dolor. 

—Esa cosa se está poniendo cada vez más grande. Como si esa bruja estuviera inflándola desde la cocina.

—Nah, no es cierto. —Y no es mentira: se ve igual desde que llegué.

—Pues, para ti tal vez no.

Me salpica, o intenta hacerlo, con un puñado de agua que se desvía en el aire hacia un destino previsible.

—¿Todo bien? —suena un paquete de sonido desde la sala.

—¡Sí, sí, trabajando!

—No te va a escuchar —dice Katarina—. Nada de lo que decimos regresa hasta allá. ¿No me crees? Mira. ¡Perro podrido, nene de mami, burguesito malhecho! ¡Ven y lámemela, cobarde infeliz!

Suelto una carcajada disimulada, luego me río abiertamente. Katarina se ve más bien reflexiva.    

—Gerhard era divertido a veces —dice—. A veces. Cuando la ciudad me daba claustrofobia y él llegaba con su descapotable para sacarme al campo. A ciento cincuenta por hora y con el viento que corría, no entendía nada de lo que decía, lo cual era el paraíso. A veces, nada más manejábamos. O recorríamos los pueblos en busca de antigüedades. Y a veces, cuando lograba convencerlo, nos parábamos en uno de esos huertos donde puedes recoger tu propia fruta. Al principio del verano era temporada de las frutas del bosque: Erdbeere, Blaubeere, Himbeere. Hacia el final tocaba a los duraznos, las manzanas y peras y todo eso. Yo llenaba mi canasta y desconectaba la mente y Gerhard, el muy ternurita, podía tener la experiencia de trabajar un rato. Y así, mi apuesto plomero, fue cómo logré meterme en este lío.

—¿Cómo? ¿Recogiendo fruta?

—Estás ansioso por saber, ¿no? Era un caluroso día de junio… —empieza con tono exagerado— y estábamos en los fresales. Esas malditas crecen a ras del suelo, entonces tienes que estar agachado o arrodillado todo el tiempo. Gerhard, por supuesto, se cansó rápido y se fue a buscar un Schnaps (“¡pero de fresa!”, me dijo). Yo, en cambio, agarré racha y recogí y recogí y recogí. Cuando finalmente me presenté frente a las básculas, tenía más de cien euros de fruta. Gerhard se enojó. “¿Qué vamos a hacer con todo eso?” “No sé: regalarla, hacer conservas.” “¿Conservas para qué? ¿Los desterrados de Siria?” “Vaya, ¡no es mala idea!” Todo el camino de regreso, discutimos. Él insistiendo en que había sido egoísta, que había recogido un montón de fruta que sólo se echaría a perder y que otras personas pudieron haber aprovechado, y yo diciéndole repetidamente que no era su problema, que yo me ocuparía de eso y que un poco de maldita fruta palidecía en comparación con la gasolina que él desperdiciaba en esos paseos. Tan acalorados estábamos que ninguno de los dos se dio cuenta de que no me había dejado en mi casa hasta que nos hallamos frente a la suya. Debe haberme visto toda sucia y enojada porque, de repente, soltó algo que nunca había dicho: “¿Quieres subir?” Y yo: “¿¿Qué??” Y él: “Para echarte un baño, si quieres. Tenemos una tina.”

—Pero pudiste haberte bañado en casa después.

—Obvio. Pero él tenía una tina y yo no. Y ay de mí, Lukas, pero moría de curiosidad por saber cómo vivía. Debí haber corrido a la parada más cercana del metro, lo sé, cien mil veces lo sé. En lugar de eso, bajamos al garaje subterráneo y subimos por el elevador. Y… —pasó una mano jabonosa por su frente— me está cansando un montón contarte todo eso. Está oscureciendo y tengo miedo. Siento que mis palabras ya no te alcanzan.

—¡Sí me alcanzan! Alcanzan muy bien. —No es cierto: me cuesta cada vez más trabajo escucharla—. ¿Quieres que me acerque?

—No es buena idea. —Mirando mi rostro, dice—: Nada personal, créeme.

—Entiendo. —Aunque inocente, la propuesta fue indecorosa—. Continuamos con la historia, si quieres.

—Pues, eso. Subimos, le regalé unas fresas a la arpía y luego Gerhard me sacó de la cocina y me llevó casi a empujones al baño. Mientras corría el agua, los escuchaba peleando afuera. Chillando y gritándose. Creo que incluso en algún momento ella le lanzó algo. Me sentí como en una absurda película de terror, como si en cualquier momento fueran a entrar a despedazarme. Pero si salía de una vez, iba a tener que explicar por qué había desdeñado su preciosa tina y no quería entrar en eso con ellos. Mejor, pensé, echarme mi bañito rápido, darles unos minutos para calmarse y fugarme de aquí.

—¿Y el hoyo? —Estoy confundido—. ¿Ya estaba, o…?

—¿Qué crees, hombre, que me excito haciendo estriptís para el vacío? ¡Por supuesto que no! —Aprieta nuevamente los ojos, tan apretujados que se asemejan a la figura del infinito—. El hoyo sólo apareció después de que me metí. Y fue espeluznante, déjame decirte. Como un volcán que desgarraba la superficie, no de la tierra, sino del aire. ¿Has oído el sonido del aire que se rompe? No te lo recomiendo. Por supuesto que intenté huir, pero sentía que había subido diez veces de peso, como si mi cuerpo se hubiera convertido en un coche al que le arrancaron el motor. Y en esas condiciones, salir de una tina es como escalar un acantilado… como coche sin motor. Y luego, había otra cosa.

—¿Qué? ¿Qué había?

—En cuanto pasó, Buddenbrook forzó la cerradura e irrumpió al instante, el muy pervertido. Claro, él alegó que habían pasado varias horas y por eso estaban preocupados. Luego, ve la cosa esa. Sin preguntarme cómo estoy, cómo me siento, saca un metro y se pone a medir cosas en el piso como si fuera a armar un proyecto de bricolaje. “¿Qué haces, idiota?” le dije. “¡Sácame de aquí!” “No puedo.” “¿Por qué?” “Porque te encuentras más allá del horizonte de eventos.” El cual, explicó con su pedantería de costumbre, es la frontera donde los eventos ya no pueden afectar a alguien que está del otro lado de ella. En pocas palabras, todo lo que está de allá para acá va directo al hoyo negro. Sin escape.

—Y según él, ¿dónde está esa frontera?

Katarina señala un espacio en el piso entre ella y yo.

—No te preocupes —dice con sorna—. Estás a salvo.

Trazo una serie de negaciones con la cabeza.

—No puede ser.

—Lamento diferir. —Hundiéndose más en la tina, Katarina reclina su cabeza sobre las llaves—. De hecho, es genial. Toda la malignidad de este departamento resumida en un solo hoyo. La representación más perfecta de Frau Buddenbrook, la mujer de la gravedad absoluta que, con tal de atraer todo a sí, es capaz de doblar el tiempo y el espacio a su voluntad. Qué poderosa. Merecía más que fresas de mi parte.

—No puede ser —repito—. ¡Imposible! ¡Gerhard nada más te dijo eso para atraparte aquí!

—Como sea, ya pasó demasiado tiempo. Bueno, para mí no, pero Gerhard insiste en que han pasado semanas. Incluso vino con un montón de periódicos para comprobármelo. No importa. Con cada segundo que pasa, me siento más pesada. Esa cosa me viene acechando como una boca voraz. Mejor. Que me trague. Así puedo entregar esta cáscara de plomo y descansar.                

—Acabo de pensar en algo, escúchame —digo con rapidez—. Si lo que dice Gerhard fuera cierto, si realmente estuvieras del otro lado del horizonte de eventos, ¡no podría verte para nada! Si nada escapa de esa frontera, ni la luz, no te vería, no te escucharía, ¡no estaríamos teniendo esta conversación! Te mintió ese hombre. ¡Te mintió!

—Como sea, estoy cansada…

Con un brazo asegurándome todavía a la base del lavabo, extiendo el otro con la mano abierta. 

—Vámonos de aquí. Vámonos tú y yo. Te llevaré al campo y recogeremos toda la fruta que quieras. Mi furgoneta tiene un montón de espacio. O podemos ir más lejos. Pediré licencia y haremos un viaje largo. Lo bueno de ser plomero es que hay trabajo en todas partes. Y si los Haneke no me quieren de vuelta, lanzaré mi propio negocio. Es lo que he querido hacer desde cuándo.

—No puedo moverme, Lukas. Tendrías que venir por mí.

—Está bien.

—¿Y si Gerhard no mentía? ¿Si realmente estoy del otro lado del horizonte de eventos?

—Correré el riesgo.

—El riesgo de no poder regresar, ¿eh?

—Lo sé.

—Bueno, pues.

 Con un último y titánico esfuerzo, Katarina alza sus brazos para recibirme.

—Ven.

Miro esos brazos de fideo, ese rostro con ojo de cíclope, la nariz y la boca apretadas como un par de borrones chatos e inidentificables. Miro, por primera vez, los dos piquitos de sus senos encima de un solo cerro. Miro el hoyo. Y salgo corriendo, arrastrándome como el ser más rastrero contra la fuerza fantástica que pretende jalarme de regreso. Emerjo del baño y otra vez a la sala, propulsándome de un asidero al siguiente al siguiente…

—¿Todo bien? —pregunta Buddenbrook desde la chimenea.

… y al pasillo, avanzando en frenética cámara lenta con el chorro de humo de la cocina en mi cara, oh Katarina, camino a una puerta que nunca llega y la señora detrás de mí gritando que no me puedo ir sin terminar el trabajo y la persecución es eterna, oh Katarina, vivo y muero con cada parpadeo y fuera, fuera, fuera, esperar el elevador ni soñarlo y voy bajando doce tramos de escalera, sintiéndome más deforme con cada número en declive, oh Katarina, y heme de vuelta en el vestíbulo agarrando mi caja de herramientas y el portero me está mostrando su sudoku completado con las dos manos como si en él estuviera codificado el misterio del universo.     

Kurt William Hackbarth (Connecticut, EUA, 1974). Narrador, dramaturgo, actor, periodista y traductor. Se tituló summa cum laude en la Universidad Fairfield en 1996 y, desde 2007, está naturalizado mexicano. Ha escrito y estrenado las obras de teatro La [medio] diezmada (2011) y El ostrakón (2012), en el Teatro Juárez de la Ciudad de Oaxaca. Es cocreador de la obra de teatro Espejismo americano (2021), con dirección y premisa original de Baltazar López. En cuanto a su obra narrativa, es autor de los libros Interrumpimos este programa (Editorial Ficticia, 2012), Sinfonía #1 (Matanga Taller Editorial, 2019) y Viaje a Monpratior (Matanga Taller Editorial, 2022). Imparte talleres de literatura en la Biblioteca Henestrosa de la ciudad de Oaxaca y en diversos recintos a nivel nacional. En el ámbito periodístico, colabora de manera regular con la revista Jacobin en temas relacionados con México y América Latina, además de publicar en otros medios nacionales (Animal Político, Revista Común, Sentido Común) e internacionales (Global, The Nation). Ha aparecido en los programas Julio Astillero, Diálogos por la Democracia, El Aquelarre y En Contexto con Rubén Luengas, entre otros. Es cofundador de la agrupación literaria Colectivo Cuenteros.

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