Materia oscura: Ya no tarda la tormenta 

Roberto Maldonado Espejo

No solo ve los anaqueles, pasea la mirada desde la puerta de entrada hasta más acá del mostrador grasiento; de arriba abajo también sin saber lo que busca o sin buscar nada; están casi vacíos, un envoltorio aquí, dos paquetes de harina allá, unas cuantas bolsas de plástico con algo que debe ser azúcar, dos frascos de café soluble y así cuadro por cuadro. En el último rincón, junto a la puerta que da al interior de la casa, el garrafón con mezcal tapado con un corcho y la medida de cuarto litro encima. No lo sabe aún, algún día esto será como un temblor de mariposa en la memoria, un revolotear de canciones a veces y un grito o un quejido bajo la cama otras. Esta tienda es el remedo del almacén de los recuerdos. Aprieta junto al corazón, con la diestra, una cajita de lámina, sobresale el brillo rojo sobre el vestidito percudido y manchado, la desliza con cariño a las rodillas apretadas para liberar las manos que, prestas, toman un pliego de papel de estraza y lo doblan en ocho cuadritos, lame los bordes de cada doblez y corta; hasta entonces pone la cajita en el mostrador y la abre, saltan tres palitos finos liberados de la presión que hacen otras tarjetas en la caja, la vuelve a cerrar y la aprieta con la axila. Corre a la estufa en la trastienda, quema las puntas de los ocotes y regresa al mostrador; la cajita roja vuelve a la presión de las rodillas. La línea es un río que come de su mano, la siniestra sabe dónde levantar el palito encarbonado, dónde presionar más o menos; con el índice de la diestra esparce el carbón que se vuelve sombras de densidades variadas y va brotando otra dimensión en el cuadrito de estraza llenándose con el milagro. La línea la hace un tiempo que no cabe en ningún segundero, el tiempo que solo a ella le pertenece, el tiempo que brota de su cuerpo. Termina de hacer el mono que está de cabeza con un pie amarrado a un árbol cuando siente que la taladra una mirada, voltea a la puerta y dos negruzcos ojos la clavan, se encaminan hacia ella y ponen sobre el mostrador un termo estampado con pájaros. Se ve que el acomodo del negro y denso bigote costó cuidado y ha costado tiempo, así como la vestimenta que brilla desde las botas hasta el sombrero que se caló varias veces sin estar seguro en qué posición se vería mejor el Borsalino de fieltro negro; la niña no puede despegar los ojos del chaleco de seda hasta que un pañuelo blanquísimo sale de la bolsa del saco saltando como delfín herido para limpiar el sudor de la frente del hombre que pregunta por doña Rita. Una anciana cacariza salió caminando a duras penas y saludó amable anteponiendo el don al nombre del sujeto a pesar de estar llegando apenas a los cuarenta ¿Es su nieta? Pregunta. Ni hijos tengo, contesta doña Rita, me la trajo anoche Rufo, quién sabe de dónde la sacó, parece que es huérfana. Se le ve la desgracia, comenta el elegante dándose otra pasada con el pañuelo que guarda cada vez. Entonces ve el dibujo y se asombra, es un hombre colgado de un pie en la rama de un árbol ¡Soy yo! ¿Cómo le hiciste para pintarme al revés? Y sale el grano de la fina voz, delicado y cándido: es El Colgado. Y el hombre y doña Rita se miran y sonríen, condescendientes y desentendidos. ¿Cómo te llamas? Pregunta después del tercer trago al termo. Otra voz, más dulce y templada, dice Eustolia, deteniéndose en el diptongo como si estuviera a punto de cantar; está terminando otro dibujo, un ángel que mete un pie en La Mar y otro está plantado en la arena. La Templanza, dice explotando la te y alargando la zeta ¿Y ese quién es? Pregunta el hombre y sale otra voz quebrándose, roncando, rompiendo el aire como si saliera de la entraña de un infierno: Cleofas. Esto también será un recuerdo, pero más constante, teñirá los sangrados cuando aparezcan, vendrá, de improviso, en la vigilia y el sopor de las medias tardes, algunos sonidos lo traerán a colación y estará ligado al olor de las especias, inoportuno siempre, la invadirá cada vez que tenga que regresar a la primera práctica de su destino. ¿Y quién es ese Cleofas? preguntó doña Rita. Ahí está, atrás del señor, contesta Eustolia con su cantarina voz. La anciana y el hombre miran en derredor y no hay más que la pelusa brillando con el primer sol de la mañana, ese polvillo que han dejado en las habitaciones añosas muchas presencias y soledades; y escuchan La Mar brava; ya no tarda la tormenta, dice el hombre apagando la pronunciación y encaminándose a la puerta, se detiene contemplando el camino en medio de los cocoteros, indeciso, para un instante en la puerta sin poder atinar qué pregunta hacer en medio de tantas y luego inicia los pasos ¡Su mezcal, don Maciel! Grita doña Rita blandiendo con la diestra el termo empajarado; la niña mete el blanquísimo pañuelo en el pecho, dentro del encaje percudido, cuando el hombre ha dado el paso y va llenándose las botas de lodo, con el cuello de la camisa y el del saco de lino y las orlas del chaleco de seda empapados de sudor.

Roberto Maldonado Espejo (Santa Bárbara, Chihuahua, 1952).

Vive, al fin, al filo del agua: en La Manzanilla del Mar. Sólo Dios sabe cómo pasó por algunas universidades. Para no convertirse en fósil y para matar el aburrimiento acude a cursos de fotografía quién sabe dónde y se vuelve fotógrafo de AP y FP. Ha estado en múltiples conflictos que no ha retratado, y ha fotografiado más guerras domésticas y de cama que de balazos.

En sus ratos de ocio —casi toda su vida— escribe y hasta se atrevió a tener una beca del Centro de Escritores de Nuevo León, y diez años después publicó una novela (Martes de carne) digna de cualquier psicoanalista principiante o de alguna mente morbosa que quisiera ratificar las peores groserías. Es posible que ande por ahí un viejo librito con versos de juventud y pecados de escritura…

Imagen de portada: Sasin Tipchai en Pixabay.

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