Poco Padre

Ernesto Hernández Doblas

Poco Padre/Mucha Madre: éste ha sido el retrato clásico de la familia mexicana durante muchos años. La tradición que se siente orgullosa de sí misma porque se imagina de traje y gala en lugar de reconocer los harapos con los que va vestida. Poco Padre/Mucha Madre: síntesis de un cadáver no exquisito que todavía goza de cabal salud.  

Afortunadamente, la realidad en ese y otros aspectos, va por nuevos rumbos, aunque sin la velocidad deseada. Aún existen múltiples zancadillas y muros de quienes de algún modo u otro se benefician con la conservación de lo que daña. Parecería lógico que la sociedad en su conjunto fuera empática y consciente de sus patologías, pero muchas veces, parece que más bien se aferra a ellas como si le hicieran bien, no hubiera remedio o tuviera que defenderlas de un “extraño enemigo”. 

La institución familiar tradicional es la gran reproductora de una ideología que ha servido entre otras cosas, para servir a un sistema que nos desea sumisos y ordenados de maneras determinadas, lo cual se comienza a estructurar desde los primeros años de vida y luego es reforzado por la educación escolar. No habrá liberación y plenitud del ser humano mientras no muera la familia tal y como ha sido planteada hasta el momento. 

Cada que llega el Día de la Madre, un mes antes del Día del Padre, se dejan ver diferencias que llaman la atención. Ellas, son celebradas con abundancia en centros escolares, oficinas, restaurantes y casas, mientras ellos, tienen por lo regular un desabrido festejo que poco o nada se visibiliza. En cierta medida ello ocurre porque mientras en el primer caso se lleva a cabo cada diez de mayo, en el segundo, se determinó que fuera cada tercer domingo de junio. 

Más allá de que ambas fechas resultan ser mero pretexto consumista y derroche artificial de frases, flores que muy pronto secarán su sinceridad y canciones de melodrama garantizado, también son oportunidad de reflexión sobre dos figuras centrales de esa institución decadente llamada familia. El polémico psiquiatra sudafricano David Cooper escribió de forma abundante sobre el tema, de manera notable y apasionada: «Criar a un niño» equivale en la práctica a «hundir» a una persona. De la misma manera, educar a alguien es llevarlo lejos y fuera de sí mismo”.

Por ejemplo, en cuanto al tema central de la presente columna, la figura paterna ha sido condenada a estar en un segundo plano a causa de los mandatos implícitos y explícitos de la masculinidad y sus derivados: patriarcado, machismo, misoginia. Franz Kafka muestra algo de esto en su breve texto Carta al padre, misiva donde lanza fuertes críticas al abuso emocional que disfrazado de severidad y disciplina ejerció su progenitor. Junto a ello, le reprocha que su conducta estuviera sostenida en la hipocresía pues no predicaba con el ejemplo sino desde una nada respetable autoridad. 

¿Cómo no va a estar en un segundo plano la figura paterna si en general ha sido ausente, desobligada, violenta y endurecida a punta de necedades y la creencia en que su autoridad nace de la imposición? ¿Cómo no va a ser digna de desprecio si en mayor o menor medida y de muchas formas muestra su desprecio hacia la mujer y lo femenino? ¿Cómo podría tener un lugar mucho más digno en la estructura familiar si pocas veces dejó sentir su amor, empatía y acompañamiento a su esposa e hijos?

Es verdad que poco a poco van cambiando los tiempos y afortunadamente la idea de paternidad se vuelve más integral y colaborativa respecto a la maternidad. Pueden verse más frecuentemente padres cargando a sus hijos o atendiendo sus preguntas e integrándose con agrado a sus juegos. No es lo común pero es. En este sentido, las luchas del feminismo han contribuido de forma evidente y valiosa. 

Sin embargo, la exacerbación de la masculinidad tóxica, como respuesta desesperada a una transformación que no le favorece, también se deja ver y sentir en actos de odio, discursos viscerales y un desparpajo que se niega a enfrentar responsabilidades afectivas, económicas y filiales. A todo ello habrá que agregar los feminicidios que son el radical odio a la mujer y lo femenino y la confirmación de un ataque de siglos a quienes han sido vistas como débiles, tontas, perversas u objetos de consumo emocional o sexual. 

En un apretado resumen todo ello se debe a nociones falsas sobre lo que debe ser un hombre y un padre: alguien que ni llore ni muestre sus emociones, un mero proveedor, alguien a través del cual se realiza la mujer como madre y ama de casa,  una autoridad de hierro frente a esposa e hijos, alguien que no se raja nunca (dixit Octavio Paz), un ser que no puede sino responder a sus presuntos y permanentes instintos de conquista y que entre otras cosas le permitirán aquello que debe constatar una y otra vez: ser un hombre de verdad. 

Cuando tocó el turno al calendario de 1955, el Fondo de Cultura Económica publicó una de las más grandes novelas mexicanas, cuyos títulos tentativos eran Los murmullos, Una estrella bajo la luna y Comala. Finalmente, recibió el acertado nombre que la llevaría al reconocimiento mundial: Pedro Páramo, escrita por el destacado narrador y fotógrafo Juan Rulfo. 

Entre las interpretaciones que pueden darse del laureado libro, está la de ser una metáfora de la figura paterna, tanto en su carácter real como simbólica, así como de la conformación de la masculinidad en el marco de la revolución. Juan Preciado, hijo de Pedro Páramo, emprende un viaje a Comala en busca de cumplir un mandato materno enunciado en el lecho de muerte: encontrar al padre ausente y desobligado para que cubra sus deudas filiales y económicas.  

Así, en este dramático inicio de la extraordinaria novela, la presencia de los muertos dará el tono y atmósfera de una odisea por entre la memoria y sus fantasmas, por laberintos que se bifurcan de instante a instante y por el paisaje devastado de un país de odio y esqueletos en donde el patriarcado se afina y afirma en figuras terribles a la vez que veneradas: caciques, forajidos, revolucionarios y todos aquellos representantes estelares del machismo que se reforzará después en canciones, películas e historias presuntamente míticas.  

El México posrevolucionario no fue únicamente uno en el que gobernantes y ciudadanía hicieron sus mejores esfuerzos por reconstruir al territorio de la muerte y dolor dejada al paso. La identidad de la nación se basó en ciertos valores que provenían del conflicto armado y sus muchas contradicciones. Como parte de ello, el machismo y la misoginia se mostraron como virtudes de ese hombre bravío, que no se raja, que sabe que la vida “no vale nada”, que se emborracha para poder llorar y gritar de dolor mientras lanza balazos al aire. Aquel que enamora mujeres como deporte y se bate en duelo con otros hombres de manera constante para demostrar una hombría que nunca está seguro de poseer. 

He ahí los inicios de la figura clásica del padre: ausente. Ya sea porque tiene múltiples ocupaciones así como rechazo o impericia para desarrollar sus facultades de amar fuera de la rígida categoría de proveedor o porque hace gala de irresponsabilidad afectiva y no asume su papel si no ama o respeta a la mujer con la que ha engendrado. 

Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía dados a conocer en el presente año, las mujeres de México pasan un promedio de 24.1 horas a la semana cuidando a niñas y niños de 0 a 14 años mientras que los hombres lo hacen 11.5. Para el cuidado de infantes menores de cinco años las mujeres destinan 14.6 con el contraste del sexo masculino que lo realiza durante seis horas. El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) señala que hay varios obstáculos para que los padres se involucren más en las tareas de cuidado y crianza: las normas sociales y los estereotipos de género —que fomentan la idea de que las tareas de cuidado son exclusivas de las mujeres— y la ausencia de políticas laborales que fomenten la corresponsabilidad.

Hay que mirar de frente la realidad para estar en condiciones de transformarla. Los hombres no hemos ejercido a plenitud la paternidad, a lo mucho, hemos sido los progenitores que la naturaleza y la cultura nos empujan a ser para la continuidad de una especie que no será plenamente humana, mientras que no aprendamos de los errores y nos acerquemos a la verdadera evolución que redunde en armonía, amor, plenitud y felicidad. Hasta que lleguemos a un retrato de familia que no sea Poco Padre/Mucha Madre sino simple, sencilla y profundamente padres y madres. 

Ernesto Hernandez Doblas

Ni la secundaria terminó pero insiste en escribir poemas, ensayos, minificciones y dislates de todo tipo. Ha publicado por obra del azar y las circunstancias algunos libros de poemas. Dar talleres literarios le apasiona porque así puede seguir aprendiendo. Fue novillero en sus años mozos y luego darketo. Actualmente es un embobado abuelo. Como José-José, ha rodado de aquí para allá y en ese balbuceo vital ha participado en una película, tres cortometrajes y algunas obras de teatro. Anduvo unos años haciéndole al reportero, trabajó en gobierno un tiempo así como de empleado en dos tiendas departamentales entre otras actividades, pero la mayor parte de su vida ha ejercido como desempleado. Es adicto a la literatura perversa, oscura y maldita. Ermitaño. Su mantra preferido: «preferiría no hacerlo».

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