Sobre Pistola de agua de Cristina Bello

Ángel Hurtado

Lunes por la mañana.

Visité a mis abuelos en su nueva casa, abuelo y yo preparamos chicharrón en salsa verde, preparamos a estas alturas, es más un decir para la escena donde él, recargado en su andadera, ordena el proceso culinario a seguir en la preparación del chicharrón en salsa verde y yo acato sus órdenes esperando modificar la receta a mi manera cada vez que se distrae. Abuela prepara café en su olla de peltre azul y calienta los frijoles y las tortillas. Mientras desayunamos le cuento a Abuela sobre la presentación del miércoles, saco mi pistola de agua y apunto. Abuela fue una gran lectora, pero lo poco que queda de sus ojos lo utiliza para manejar el auto de la mejor manera posible para poder traer las compras a la casa, realizar los pagos de servicios, ir al ISSSTE con Abuelo por las medicinas de ambos una vez al mes, formarse en alguna dependencia de gobierno a esperar poder cobrar su pensión y, por qué no, si los cuida bien, manejar hasta la playa el año que viene. Este año no podrán ir al mar. Abuela me pide que le lea un poema, que dispare esa pistola de agua, empiezo por inundación y las palabras de Cristina mojan el rostro de Abuela, sus pómulos sus ojos y lo que está detrás. Pronuncio la palabra pecera y algo se estrella, digo limonero y no puedo evitar notar que Abuelo tiene algo en la garganta.

Abuela y Abuelo tuvieron que mudarse hace unos meses. Fue difícil dejar la casa en que vivieron durante más de 40 años, la casa en que vivieron casi todos los miembros de su familia, esa pecera extraña donde vivimos los tres juntos por un tiempo breve antes de que los tres nos diéramos cuenta que debíamos dejarla por la misma razón, la edad. Yo era un pez que debía dejar el cardumen y buscar nuevas aguas debajo de la tierra. El caso de ellos fue distinto. La casa meteorito cada vez era más grande y los pasos de Abuela y Abuelo cada vez más cortos. Abuela resintió bastante las últimas operaciones y yo prácticamente sólo dormía en esa casa, ni siquiera las arañas/aguamalas tocaban sus rincones. 

Le cuento a Abuela sobre el capitán Nemo, Abuela responde que ella no fue hija de nadie, pero fue nieta de doña Altagracia, sonríe. Recordamos juntos la pecera de esa casa a la que probablemente ninguno de los tres regresará, le hablo del plecostomo negro que se pegaba al vidrio y de cómo en mi infancia jugaba a ser él, aferrándome a las paredes imaginando tener el poder de la invisibilidad, ser cristal y que alguien pudiera ver a través de mí. Ella me habla de los guppys, de cómo se reproducían cada tercer día y a las visitas les regalaba en una bolsa pecera unos cuantos ejemplares. No fui la mejor madre, pero soy abuela de alguien, dice abuela tratando de no ahogarse. Sigo siendo el nieto de alguien, pienso.

Le cuento a Abuelo sobre Neptuna, él no puede evitar recordar su infancia, esas mañanas interminables en la plaza de Charapan esperando que cayera el meteorito, que pasara el mega terremoto, que de algún modo llegara hasta allí una ola gigante o cualquier forma en que pudiera acabarse el mundo, nunca pasaba nada dice mientras ríe y siendo sincero consigo me cuenta que lo que más le dolió de dejar la casa fue que allí se quedó el árbol de limón, ése que plantó a los pocos años de habitarla y que nos daba los mejores limones de la tierra, siempre y cuando él le diera agua, todo se reduce al agua, Cristina salpica la mesa, ahora somos por un instante infantes los tres chapoteando en los recuerdos.

Abuela y Abuelo se compraron una Alexa para escuchar canciones, les he estado enseñando a usarla, sincronicé una aplicación con sus celulares y entonces les doy las gracias por un recuerdo. Gracias a ellos conocí el mar. No puedo decírselos, pero la verdad es que esa casa nunca va a significar para mí lo que significa para ellos, el único nieto que jamás tuvo un cuadro colgado de sus paredes con cinco fotos de bebé haciendo gestos diferentes, pero tengo en cambio el agua, la tarea compartida de regar las plantas con Abuelo, evitar quedarme dormido en la carretera mientras Abuela manejaba, leerles este libro y otros, y otros. 

Abuela y Abuelo comparten las dolencias de la edad, a ambos les han hecho las mismas operaciones, la de cadera, cataratas, y sobre todo la de esa roca artificial que llevan en el pecho, marcapasos, marcaolas, marcamarea. Abuela me pide una copia de Pistola de agua, he prometido llevársela en mi próxima visita.

Sentados a la mesa, lo único cierto es que los tres quisiéramos ser agua. Nos hemos quedado en silencio, cada uno con su propia inundación. Este año no podrán ir al mar. Abuela dice “Alexa: reproduce el sonido de las olas”.

Imagen de portada: Portada del Pistola de agua





Ángel Hurtado

(Morelia 1999) egresado de la licenciatura en Lengua y Literaturas hispánicas por la UMSNH, librero y promotor de lectura.

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